El frasco

Voy a upa y me quejo porque siento algo extraño en el pie. Mi mamá dice que espere, que ya me baja y se fija. Me quejo. “Se te debe haber desabrochado la sandalia”, dice. Que espere, dice. Me quejo. Al rato, más lejos en el tiempo y el espacio, me baja. Me apoya sobre el muro pequeño de una casa. Yo lo recuerdo de noche. Todo oscuro. Ella acerca las manos a mis sandalias (pensando en acomodar una hebilla salida), pero es otra cosa. Tengo un pie sucio de pintura. Es pastosa, molesta, por eso me quejo. No hay mucho por hacer. Ella limpia como puede, con lo que puede.
Después estoy en el colectivo. Aún me quejaría pero ya descubrí que es inutil. Mamá puso esa cara seria de mirar lejos, (vaya a saber uno dónde apoya la vista). Es mejor guardar silencio, entonces. Y guardo. Pronto llegaremos a casa y podré limpiarme. 
La pintura la llevaba mi mamá en un frasco, en un bolsillo. También me llevaba a mí, entre sus brazos. En algún punto hizo un ademán de mago, sacó el frasco y dejó caer la pintura. Nunca detuvo la marcha. Marcó el piso y siguió. Continuó caminando con un frasco vacío en el bolsillo, con su hija alzada. Algo no salió del todo bien: yo metí la pata.
Pero por otro lado, el propósito se cumplió. Mi mamá marcó la vereda de una casa cantada. Para que ningún compañero se acerque. Para que nadie más ponga un pie en la zona. 


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