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Mostrando entradas de junio, 2022

Trabajo práctico

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África es una unidad negra, y en Asia son todos chinos. En cambio Europa tiene países y capitales… Awa entra al curso y no pasa desapercibida. La sientan en la primera fila para que nadie voltee la cabeza al mirarla. Cualquier cosa dicha por el profe carece de interés. Sus trenzas son el tema de la mañana. Múltiples y apretadas, oscuras y rígidas. Porque rígida permanece Awa, impotente ante el peso de esos ojos que le pican en la nuca. “Quiero tocarlas”, dice alguien en el fondo. “Las trenzas”, aclara. Tiene una sonrisa grande y unos dientes muy ordenados, pero eso no lo descubrirán el primer día, ni el cuarto. Awa enmudece, apenas responde lo estrictamente obligatorio. Dice que no con la cabeza, pero igual alguien apoya la mano en su cabello. Encoge los hombros cuando le preguntan: “¿Qué quiere decir Awa?”. Tampoco sabe Adrián el significado de su nombre. No lo sabe Sofía, ni Elena, ni Marcos. Ni María lo sabe.  El profe olvidó el mapa en el frente. Grande, colorido, derecho y bien c

segunda vida

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En otra vida debí escribir muchos libros. Debí ser buena, digo. Y fructífera. Seguramente tuve amores caóticos, opiniones vehementes, defectos lacerantes, noches sin destino, mucho alcohol en sangre e intentos fructíferos de suicidio.  Es probable que soñara, de tanto en tanto, tener una casa, una familia, un perro.  Todo lo que ahora tengo. 

Redondo

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Se cuela, a través de la mirilla, un hombre redondo. Como moneda. Puro rostro. Llega ofreciendo medias, linternas, trapos de piso. Tiene ofertas, gangas, casi regalos, dice. Rueda por la habitación, recorre. Luego habla de Dios, tiene fe y la transmite. Se ha levantado temprano, explica. Como todos los días. Como toda la vida. El trabajo es la salida, recita. Y él no tiene trabajo, no tiene aportes, no tiene vacaciones. Se lo ha inventado siempre, sostiene. Gira, circula, voltea algunas columnas. Sigue hablando y el hueco es aún más profundo. Tuvo familia, algo como una casa. Hasta la crisis. ¿Cuál? No importa, siempre hay una crisis que derrumba las casas de paja, las familias que el hambre desata, desune, desparrama. Deambula el hombre redondo por las piezas calentitas, se le pegan los aromas de salsa, de jabón, de desodorante para el piso. Acá está lindo, dice. Sinceramente lo dice. Llena un ratito su alma ahuecada. Quizás recuerda, tal vez inventa. No explica.  Al final le pagan un

Insomnio

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No tiene sueño, por eso mira por la ventana. “Justo estoy en la calle más aburrida del barrio”, piensa. Pasa un auto apurado y puede escucharse cómo se pierde a lo lejos. Un caminante friolento, un par de perros, una moto aparatosa y un gato demasiado despreocupado que (encima) camina lento. Felipe se queda despierto. Cuenta inútilmente estrellas, pero se cansa enseguida. Estudia el movimiento del viento mirando hacia dónde se sacuden las hojas de los árboles. Algunas se desprenden y se van, girando hasta tocar el suelo. Otras se elevan un rato más y al caer rajan el pavimento. Entonces cruje la calle más aburrida del barrio y se abre como cierre de campera. Salen diecisiete lagartos uniformados (esta vez no se cansa, Felipe, al hacer cuentas), con anteojos negros, micrófonos incorporados, zapatos todo terreno y azules chaquetas. Algunos ofician de vigías, otros unen los bordes rasgados de la calle, dejando una cicatriz negra sobre el asfalto. Después están los que convocan. Parecen ll

Monstruo

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Un día la mamá se convirtió en monstruo. No digo que gritara, maltratara o se comiera a Venecita (nuestra gata). Digo que se convirtió en monstruo. Le crecieron pelos en toda la piel, su nariz se transformó en un hocico y las uñas se le estiraron y encorvaron como garras. Ella trató de limar las puntas afiladas, recortarse los bigotes y ponerse crema de enjuague en el cuerpo para quedar más presentable, pero no. Se veía fea como un monstruo. Al cocinar siempre quedaba algún pelo en la comida, y ni te cuento en el sillón de mirar la tele. Ella nos decía “cosita linda”, “hermosura”, “belleza mía”, pero igual daba miedo. Así que dejó de ir a saludarnos a la noche, cuando nos acostábamos. Incomodaba un poco llegar de su mano a la escuela, y por eso empezó a dejarnos en la esquina. Tampoco iba a las reuniones de padres o de la cooperadora.  Después ya no salió a hacer compras, pues las vecinas agarraban a sus hijos al verla pasar y los chicos interrumpían sus juegos para esconderse. Además

El cuadernito

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  Mamá llega cansada. Y falta la cena, los platos, las cosas para mañana. Sobre la mesa está el cuadernito del Jardín. Ese que pide una anécdota familiar para compartir. Durante tres días lo corrieron al momento de amasar, planchar, o doblar la ropa. También cuando hubo que dibujar, comer bizcochitos y armar una ballena de plastilina, hay que decir.  Emma pregunta si será hoy. “¿Podemos escribir ahora?”. Mamá asiente con la cabeza. Se miran y piensan. Juntas piensan. Sobre paseos a la plaza, bizcochitos frente a la tele y la vez que hicieron una sirena con masa. Pero nada las convence. “Un día subimos la montaña más alta del mundo”, escribe mamá. “Y al levantar la mano tocamos el cielo”, agrega Emma. “Bajamos deslizándonos por la nieve”. “Que tenía el sabor de la crema que hace la abuela”. “Después viajamos en un globo aerostático hasta una isla desierta”, escribe mamá. “Y comimos bananas”, especifica Emma. “Nadamos en el mar junto a los peces”. “Y fue ahí donde vimos una sirena”. Tamb