Redondo

Se cuela, a través de la mirilla, un hombre redondo. Como moneda. Puro rostro. Llega ofreciendo medias, linternas, trapos de piso. Tiene ofertas, gangas, casi regalos, dice. Rueda por la habitación, recorre.

Luego habla de Dios, tiene fe y la transmite. Se ha levantado temprano, explica. Como todos los días. Como toda la vida. El trabajo es la salida, recita. Y él no tiene trabajo, no tiene aportes, no tiene vacaciones. Se lo ha inventado siempre, sostiene.

Gira, circula, voltea algunas columnas. Sigue hablando y el hueco es aún más profundo. Tuvo familia, algo como una casa. Hasta la crisis. ¿Cuál? No importa, siempre hay una crisis que derrumba las casas de paja, las familias que el hambre desata, desune, desparrama.

Deambula el hombre redondo por las piezas calentitas, se le pegan los aromas de salsa, de jabón, de desodorante para el piso. Acá está lindo, dice. Sinceramente lo dice. Llena un ratito su alma ahuecada. Quizás recuerda, tal vez inventa. No explica. 

Al final le pagan unas medias. Él devuelve bendiciones. Queda un remolino frío, una injusticia cóncava, una pregunta que no se va. Atraviesa la mirilla girando, como moneda, con sus monedas. No deja nombre. No importa, hay miles de hombres redondos rodando, de puerta en puerta, enrollando una vida circular.



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