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La primavera

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El protagonista del cuento ha perdido la primavera. No sabe si resbaló de su bolsillo en plena carrera, o se hundió en la nieve del invierno o entre las  hojas bochincheras del otoño. Mira y mira a su alrededor, pero no la encuentra. Por eso la maestra estira sus ojos, sus manos, el cuerpo entero, al narrar la historia. Revisa bajo la mesa chica, detrás de las cortinas azules, entre las mochilas colgadas o las zapatillas de Miguel, que anda medio distraído y no presta mucha atención al cuento. Pero todos los chicos se ríen y gritan que no, que ahí no está la primavera. En el libro, el protagonista recibe ayuda de amigos que van surgiendo en el camino. Hormigas que endulzan el paisaje con azúcar robada en las cocinas. Orugas que apuran su paso a mariposa, para sumar color. Coquetas flores urgidas en mostrarse por los bordes del camino. Y algunos pájaros que retocan las brújulas o los GPS. De esa forma orientan (y aceleran) el arribo de las tardes largas, los vientos cálidos y el escuadr

El frasco

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Voy a upa y me quejo porque siento algo extraño en el pie. Mi mamá dice que espere, que ya me baja y se fija. Me quejo. “Se te debe haber desabrochado la sandalia”, dice. Que espere, dice. Me quejo. Al rato, más lejos en el tiempo y el espacio, me baja. Me apoya sobre el muro pequeño de una casa. Yo lo recuerdo de noche. Todo oscuro. Ella acerca las manos a mis sandalias (pensando en acomodar una hebilla salida), pero es otra cosa. Tengo un pie sucio de pintura. Es pastosa, molesta, por eso me quejo. No hay mucho por hacer. Ella limpia como puede, con lo que puede. Después estoy en el colectivo. Aún me quejaría pero ya descubrí que es inutil. Mamá puso esa cara seria de mirar lejos, (vaya a saber uno dónde apoya la vista). Es mejor guardar silencio, entonces. Y guardo. Pronto llegaremos a casa y podré limpiarme.  La pintura la llevaba mi mamá en un frasco, en un bolsillo. También me llevaba a mí, entre sus brazos. En algún punto hizo un ademán de mago, sacó el frasco y dejó caer la pin

Lados

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Tiró la moneda al aire y cayó del lado blanco. “Gobernarás el mundo”, dijo. “Determinarás lo que es bueno y lo que es malo. Lo que debe hacerse y lo que está destinado a castigarse”. Malo será trabajar como negro, (aunque no siempre trabajar en negro). Mala será la suerte negra, el alma negra, el futuro negro, (aunque no siempre el mercado negro). El esclavista será blanco, el contratista, el dueño. El que define los colores, estableciendo lo que es luz y lo que es ausencia. La marea negra será peligrosa. Asfixiantes, los agujeros negros. El humor resultará lacerante si es oscuro y la novela, criminal, cuando sea negra. Aclarar algo ha de ser poner blanco sobre negro. La muñeca de porcelana duerme en su canasto de mimbre. A su lado hay otra, sin ropa, sin cofia, sin cesta. La muñeca negra tiene la leve sospecha de que eran blancos ambos lados de la moneda.  

AMARRONADO

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 El mundo se puso pálido. Así, de golpe. Sólo tenía colores que iban del gris al marrón clarito. La gente, sus objetos y los animales andaban camuflados entre edificios, muebles y árboles con los mismos tonos. Había que mirar bien para reconocer aquello que se mueve de lo que permanece quieto. Había que pensar mucho para descubrir la razón del paisaje descolorido. Y las personas andaban muy ocupadas en sus cosas como para pensar, así que siguieron nomás. Trabajando, estudiando, o esperando en un mundo desteñido. Felicitas creía que era su culpa (porque Felicitas sí se tomó el tiempo para meditar). Estaba segura que su descuido era la causa del amarronado general. Ella había olvidado regar la planta de mamá Vera y ésta fue tomando los colores que ahora todo el mundo compartía. No podía ser casualidad. Su falta de consideración encubría, sin dudas, el origen de tamaña descomposición. Y aunque quiso agregar agua en el último minuto, fue en vano. Sólo provocó una lluvia inutil, resbaladiza

Yaguareté

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Hay un yaguareté agazapado detrás de una palabra. No es la voz de su nombre (vulgar o científico) aquella que lo cubre. Estoy segura que no dice "yaguareté" ahí, aunque aún no he podido leer.  Lo siento respirar. Sé que va a saltar cuando pronuncie esa palabra. Está en actitud de caza. Espera, pues ya tiene la víctima a la vista. Estoy a punto de leer aquello que lo contienen. Voy a liberarlo, a derribar el muro. Entonces se abalanzará sobre mí. Escucho al escritor. Parece reír y llamarme "cobarde". ¿Por qué no lee? - se pregunta impaciente. ¿No te animas? - me reclama. Habla de malos modos, usa expresiones hirientes, sonríe ladino. Espera, como el yaguareté. Mientras tanto se cura las heridas, remienda la ropa rasgada y bebe para mitigar el estropicio. Duele apresar un yaguareté detrás de una palabra. Se sufre mucho al hacerlo. Por eso quiere, el escritor, que yo recree su hazaña.

Cama

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Sueña que viaja en cama. Que va por la ruta al mismo tiempo que está acostada. A veces se endereza un poquito para ver a mayor distancia y dejar que el aire le pegue en la cara. A ratos cierra los ojos, así percibe mejor los sonidos del viaje y los aromas de las paradas.  Entra en el pueblo de su infancia y saluda a las vecinas, aún a las harpías (o especialmente a las harpías, pues supone que se deben estar muriendo de envidia al verla pasear en cama). Da vueltas a la plaza, hace el camino a la escuela, visita la estación ferroviaria. Entonces decide seguir por las vías, avanzar haciendo sonidos de tren con la boca, hasta la próxima parada. Más tarde llega a la costa del río. El agua está llena de amigos, algunos nadan y otros pasean en botes. Ella levanta la mano, sonríe. Después se tapa para que ninguna ola la salpique. Va dejando espuma a su paso, como lancha. No puede verla (tendría que girar todo el cuerpo), pero la escucha. Le piden silencio unos pescadores en la orilla, ella le

Absurdamente

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“Que sean niños no significa que sean bobos”, dijo la señora Idelfrina junto al pizarrón de tercer grado. La maestra puso mucha cara de asombro porque nunca había escuchado hablar así a la directora, y comenzó a mover los ojos como avisando que los niños, a los que hacía referencia, estaban ahí.  “No necesitan leer fantasías sobre tierras imaginarias, o dragones que no existen, o seres con poderes sobrenaturales”, continuó explicando la directora, totalmente consciente de la presencia del tercer grado en el aula. Cosa que no podía ser de otro modo, pues ella misma había tocado la campana que daba por finalizado el recreo. Por eso avanzó en su discurso: “Los alumnos deben limitarse a leer cosas reales, vidas de personajes históricos y manuales de matemática o zoología”.  Luego de terminada su exposición teórica comenzó la censura práctica. La señorita Idelfrina posó sus ojos en la biblioteca y retiró todos los libros que consideraba presuntuosos, quijotescos o con muchos dibujitos. Pasa

Éxodo

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Pusieron una fecha y la cumplieron. Antes que el sol saliera se empezó a sentir un ligero temblor de tierra. Era el movimiento típico de una marcha colectiva, de un andar masivo, de un éxodo. Bajaron de los edificios del centro, de las pensiones diminutas, de los pisos tomados. Usaron las escaleras de servicio, las puertas traseras, las salidas de emergencia. Luego avanzaron hacia las avenidas anchas, aún vacías por la hora, y se saludaron con los ojos, con las manos, con los dientes. Abandonaron la Capital mezclados en un murmullo alegre. Enfilaron hacia la ruta sus cuerpos útiles, dejando tierra arrasada a los ojos del mercado laboral.  No salieron los trenes esa mañana, ni se limpiaron las veredas, ni se repartieron los diarios, ni se oyeron ruidos de cortinas metálicas levantándose. Nadie despertó a la señora, nadie juntó los cartones. No hubo quien hiciera los mandados, ni en ese momento ni en los siglos que llegaron más tarde. Todos los dueños de todo se quedaron, aquel día, sent

El idioma de las chicharras

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Juanjo entiende el idioma de las chicharras. Por eso sabe que no cantan perezosamente en los árboles (eso es un chimento que han dejado correr las hormigas). Se llaman entre ellas, conversan, intercambian información y especulan sobre el pronóstico. Juanjo las escucha y les contesta.  Durante las siestas de verano se dan charlas concurridas y extensas. Las chicharras hablan como fuelles que se inflan y desinflan. Curiosean, más que nada. Quieren saber qué pasa en el mundo mientras ellas se guardan en los sótanos de un árbol. “¿De qué color es el frío?”, preguntan. “¿Cuántas patas tiene el invierno? ¿Cómo estridulan las hojas en otoño? ¿En qué tronco dejan su cascarón los que emigran muy lejos?”.  Cuando a Juanjo lo invade la tristeza (como le pasa a todo el mundo, de vez en cuando), llora bajito y, poco a poco, va subiendo la intensidad. “Parece que rechina”, dicen los adultos que lo ven, pero las chicharras saben la verdad. Ellas entienden el idioma de Juanjo y por eso le mandan sonid

Pared

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 Así como estaba resultaba difícil comprender algo. Una palabra tapada por otra, sobre otra, debajo de otra, en medio de otra. Aquella pared era una orgía pero sin la parte divertida. Libre expresión, le decían. Nadie te impedía escribir, pero nada te permitía entender. Rosa buscó una punta en la maleza, una letra suelta desde donde sacudir. Revisó las orillas de la pared hasta encontrar el deshilachado del dobladillo, y ahí empezó a tironear. Ovilló las palabras con paciencia hasta dejar la pared vacía, como recién pintada. Sacó, entonces, dos agujas y tejió un poema. Estruendoso, extremista, estrafalario. Poca rima y muchas ideas. Algo cursi en los bordes. Mentiroso con los puntos escapados. Maravilloso en las formas. Al terminar, Rosa colgó el poema en el mismo lugar donde lo halló. Puso una frase como firma, cerca del zócalo, y se marchó. "Ahora entiendo lo que digo". "Yo también", agregó alguien, más tarde, en un costado de la pared.