Éxodo

Pusieron una fecha y la cumplieron. Antes que el sol saliera se empezó a sentir un ligero temblor de tierra. Era el movimiento típico de una marcha colectiva, de un andar masivo, de un éxodo.


Bajaron de los edificios del centro, de las pensiones diminutas, de los pisos tomados. Usaron las escaleras de servicio, las puertas traseras, las salidas de emergencia. Luego avanzaron hacia las avenidas anchas, aún vacías por la hora, y se saludaron con los ojos, con las manos, con los dientes. Abandonaron la Capital mezclados en un murmullo alegre. Enfilaron hacia la ruta sus cuerpos útiles, dejando tierra arrasada a los ojos del mercado laboral. 

No salieron los trenes esa mañana, ni se limpiaron las veredas, ni se repartieron los diarios, ni se oyeron ruidos de cortinas metálicas levantándose. Nadie despertó a la señora, nadie juntó los cartones. No hubo quien hiciera los mandados, ni en ese momento ni en los siglos que llegaron más tarde. Todos los dueños de todo se quedaron, aquel día, sentados en medio de su ciudad desierta esperando eternamente a que alguien les sirviera el desayuno. 



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