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Mostrando entradas de octubre, 2022

Manchón

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Para contarte la historia de la misteriosa isla tengo que empezar diciendo que el mapa era de América. Maitena tenía que ubicar los países y averiguar sus capitales. Primero se enchinchó, (porque no le gusta hacer tareas), después se preparó un sándwich de jamón y queso con mucha (mucha) mayonesa, y se puso a comerlo encima del trabajo sin terminar. Fue en ese preciso momento que una gota gorda, amarilla y sustanciosa, cayó sobre el mapa. En algún lugar del Atlántico sur, frente a las costas de Brasil (más o menos). La gota chocó contra el papel celeste, se expandió apenas un poco, y delimitó para siempre los contornos de una isla de mayonesa. Los barcos que deambulaban por la zona fueron los primeros en descubrirla. Una montaña amarilla y cremosa en medio del mar. ¿Un iceberg de mayonesa? Por las dudas, las embarcaciones se corrieron, los peces se alejaron y los cruceros se limitaron a sacar fotos a buena distancia. Las olas lamieron un rato el borde de la isla y luego (empachadas) la

Circulación equina

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Pasean caballos por el barrio hipódromo, mientras Mireya los cuenta desde la ventana. Uno blanco, dos manchados, tres que miran hacia el costado y cuatro que fingen indiferencia. “Un día de estos se van olvidar que los vigilo y desplegarán las alas”, piensa. Morderán sus riendas hasta romperlas, sacudiéndose, para liberarse de sus pequeños cuidadores. Luego se dejarán crecer extremidades aladas y remontarán vuelo. Perforarán las nubes encapotadas y dejarán siluetas de pegasos para rellenar con celeste cielo.  No procrean arcoíris ni tienen cuernos únicos en la frente. “Eso no es posible”, dice Mireya al silencio de su pieza vacía. Estos son caballos comunes, que compiten y ganan, que combaten y pierden. Sólo que, de tanto en tanto, escalan al firmamento. Ella lo sabe. Y ellos saben que ella sabe. Por eso miran hacia el costado, por eso fingen indiferencia. Antes que vengan a buscarla para sembrarla delicadamente en una silla que rueda, Mireya espía caballos y los cuenta. Espera el día

Montañas

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Juana sale en las fotos con sus montañas detrás. Siempre. Porque las montañas siguen a Juana. Cada vez que ella va a la ciudad llana, las fulanas puntiagudas se le suben en la espalda. Y asoman la nariz por la mochila, porque son curiosas además. Van saludando en el camino y comentando al pasar: “¡Mirá, un edificio con ascensor!”, dice una. “¡Pobre! -responde la otra-, con lo lindo que es escalar”. “¿Viste esa avenida recta?”, pregunta una. “Capaz que no sabe que es posible doblar”, piensa la otra. Suena divertido, pero no resulta tarea fácil andar haciendo mandados por el centro con dos montañas en la espalda. Hay que cuidarse de las puertas bajas, los puentes angostos, las publicidades excluyentes y los piropos discriminatorios. Además siempre hay que pedir comida para tres, porque no se pierden la oportunidad de probar cosas nuevas. Y más de una vez también hay que pedir disculpas, pues comentan en voz alta lo primero que les viene a la cabeza. A las montañas no les gusta pasar desa

Domicilio

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  Es misionero, correntino, cordobés, con algo de porteño. Nació allá y después se mudó dos o tres veces. Cuatro o cinco. Bueno, tal vez seis. Tiene tonada variada, se come las eses y, de tanto en tanto, las palabras se estiran antes de terminar de salir de su boca. Roberto Matias tiene los ojos del padre, la nariz de la abuela, la paciencia de la bisabuela y dos nombres que heredó de unos tíos que nunca conoció.  Tuvo a la seño Bety, a Lucía, a Sandra, al maestro Antonio y se enamoró perdidamente de la profesora de música de tercer grado, (el tercer grado que hizo en una escuela, porque después terminó en otra en donde había clases de pintura, en lugar de canto). Nunca se tomó la molestia de aprenderse una dirección de memoria.  Si dibujara un mapa lo llenaría de abrazos, que es lo que más le gusta. Abrazos de abuelos junto al río, de los tíos en la ciudad, de la prima en la sierra, de la tía abuela que vive al lado de un ruta ancha y de los amigos que hizo cuando iba a club que se ll