Montañas

Juana sale en las fotos con sus montañas detrás. Siempre. Porque las montañas siguen a Juana. Cada vez que ella va a la ciudad llana, las fulanas puntiagudas se le suben en la espalda. Y asoman la nariz por la mochila, porque son curiosas además. Van saludando en el camino y comentando al pasar: “¡Mirá, un edificio con ascensor!”, dice una. “¡Pobre! -responde la otra-, con lo lindo que es escalar”. “¿Viste esa avenida recta?”, pregunta una. “Capaz que no sabe que es posible doblar”, piensa la otra.

Suena divertido, pero no resulta tarea fácil andar haciendo mandados por el centro con dos montañas en la espalda. Hay que cuidarse de las puertas bajas, los puentes angostos, las publicidades excluyentes y los piropos discriminatorios. Además siempre hay que pedir comida para tres, porque no se pierden la oportunidad de probar cosas nuevas. Y más de una vez también hay que pedir disculpas, pues comentan en voz alta lo primero que les viene a la cabeza.

A las montañas no les gusta pasar desapercibidas (lo cual es de público conocimiento), por eso se presentan donde van, averiguan hasta lo que ya saben y asoman sus picos cuando alguien saca fotos. Además son coquetas, entonces (de tanto en tanto) le piden a Juana que les acomode el verde-musgo, el gris-piedra, los amarillos-reflejos y los celestes-agua. Después se miran entre ellas y alguna pregunta: “¿Estoy peinada?”. 

Pero también hay que decir que extrañan. Así que al tercer o cuarto día de paseo, ya tironean desde la mochila para que Juana emprenda el regreso. Dicen adiós varias veces (porque tienen eco) y guardan en su memoria las cosas que vieron. Al llegar se acomodan en su terrenito y duermen una buena siesta. Pues cansa mucho eso de andar desbaratando el paisaje.



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