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Mostrando entradas de enero, 2023

Pequeña batalla

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Los conquistadores les vienen pisando los talones. El pueblo caimare huye porque ya los conoce. Ya cruzó las coloridas bienvenidas, las arduas negociaciones, las obscenas traiciones. Ahora solo quiere alejarse. Ellos van a pie. Y tienen pies pequeños, adultos, lentos, enfermos, medios pies también tienen. Los conquistadores montan sobre cuatro patas que relinchan y les ganan en velocidad sobre tierra llana. Pero son torpes en altura, se quiebran, se desbarrancan. Por eso el pueblo caimare asciende. Mira hacia arriba y avanza. Van orillando un arrollo. "Por dónde cae el agua, subiremos", dicen. Entonces llegan a un cascada. Empinada, imposible. Le cuentan a las sierras sus razones de huida y ellas entienden. Transforman en piedra el chorro, le dan forma de camino, de escalera. Pueden subir todos ahora: jóvenes de zancadas amplias, hombres con pasos chuecos, sabias milenarias, aprendices de guerreros, animales mansos, semillas húmedas, frutos secos. Los conquistador

El mar

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El Silvio cuida su mar desde una silla alta. Mide la dirección del viento, la multiplicación de  las algas, el paso doloroso de las embarcaciones. Le toma la temperatura al agua, como  madre a la orilla de la cama. Examina la espuma, cuánto hay de agitación marina, cuánto de  blanqueador. Le pide calma en tardes turbulentas mientras reza: "sana, sana, colita de rana”. El Silvio detiene el ingreso de baldes, palitas, comida, flotadores. La arena es para jugar, el  mar no. Saca tarjeta roja a los bañistas que lastiman las olas. Les corrige la brazada: “no es  un bofetón”, explica. “Es un movimiento de remo, una mano que mira hacia afuera e ingresa s iguiendo al más gordo de los dedos. Se hunde sin dañar. Se impulsa pidiendo ayuda al  mar, no atacando su ritmo parejo”. Después lo deja ser, confía. Como buena maestra, como buen guardavidas. Cuando el sol ya fue tragado por el agua, baja de su silla alta y saluda a su pedacito de o céano. Se despide hasta el día siguiente,

Lee

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Si al protagonista le va bien, el desayuno es más abundante. Si la racha no es buena, Encarna pela tanto las papas que sólo queda un corazón pequeño y poco rendidor. Y es necesario agregar arroz en el último momento.  María Encarnación lee al acostarse. Los domingos, un rato a la mañana. Cuando termina de juntar las cosas del desayuno y aún es temprano para cortar las papas del almuerzo. Lee cuando finge dormir la siesta. Y un poco a la tarde, si el ritmo de la casa lo permite.  Lee novelas que saca de la biblioteca. Sabe que no son de ella, por eso no las marca ni las ensucia. Sólo las sufre, las vive y las disfruta. Si el personaje principal triunfa, prepara buñuelos para la merienda. Y coloca almíbar tibio en una salsera, por si alguien le quiere agregar. Si la heroína viaja a la playa, ella se siente tostada. Si vuela, tiene vértigo y roba algún sedante del botiquín. Si se enamora, Encarna se ríe. Tampoco la pavada.  Cuando hay un muerto, la casa toma un aire de velorio que nadie e

Onírico

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Hay una escalera apoyada en nada, que va hacia la nada. Pongamos que es un sueño, para no impacientar al lector atolondrado. No hay quien la suba. No hay quien la baje. Está mal estacionada a mitad de cuadra. Aunque tiene algo de recién llegada, no sé. Estoy segura de no haberla visto antes.  Tengo frío, tiemblo. Noto que el sol avanza acelerado por el cielo. La escalera proyecta una sombra cambiante. De allá para acá. Y es lo único que se mueve. Tal vez es lo único que miro. Inclino la cabeza siguiendo la silueta sobre el piso.  Me acerco mientras carcomo las uñas que aún quedan en los dedos. Espío para arriba, dudo. Los pies se hunden en una arena cálida, es agradable. Creo que podría dejarme tragar. Llegan pájaros que se asientan en los escalones superiores. Uno me pregunta la hora. Otro me dice que es tarde sin decirmelo. Su trinar parece un llanto, una alarma, un despertador.  Lo peor no es abrir los ojos y despabilarme en una habitación sin sol ni cielo. Lo realmente espantoso es