El mar

El Silvio cuida su mar desde una silla alta. Mide la dirección del viento, la multiplicación de las algas, el paso doloroso de las embarcaciones. Le toma la temperatura al agua, como madre a la orilla de la cama. Examina la espuma, cuánto hay de agitación marina, cuánto de blanqueador. Le pide calma en tardes turbulentas mientras reza: "sana, sana, colita de rana”.
El Silvio detiene el ingreso de baldes, palitas, comida, flotadores. La arena es para jugar, el mar no. Saca tarjeta roja a los bañistas que lastiman las olas. Les corrige la brazada: “no es un bofetón”, explica. “Es un movimiento de remo, una mano que mira hacia afuera e ingresa siguiendo al más gordo de los dedos. Se hunde sin dañar. Se impulsa pidiendo ayuda al mar, no atacando su ritmo parejo”.
Después lo deja ser, confía. Como buena maestra, como buen guardavidas.
Cuando el sol ya fue tragado por el agua, baja de su silla alta y saluda a su pedacito de océano. Se despide hasta el día siguiente, prometiendo volver. El mar se estira con paso lento, sólo para acariciar los pies del Silvio. Es su forma de decir “hasta mañana”, de decir "gracias”, de decir “te quiero”.

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