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Mostrando entradas de julio, 2020

Soy para ir

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Nos vamos. Todos guardan las cosas con apuro y mal humor. Aquí no nos quieren. Hay que meter mucha vida en pocas bolsas. Yo intento no sonreír, pero a veces es difícil evitarlo. Nunca salí de viaje. En este lugar nací, nacieron mis padres y los abuelos de los abuelos de mis padres. Es demasiado tiempo en un mismo sitio, pienso. Pero nada digo.  El camino es indefinido. “Será como empezar de nuevo”, protesta mamá y, para mí, eso suena maravilloso. Me niego a dormir, debo registrar cada paso hacia el futuro. Hay colores cambiantes, formas extrañas, aromas listos para estrenar. Prefiero seguir la historia que corre fuera de la ventanilla porque en el interior sólo hay silencio y lágrimas. Entiendo que no debo sonreír, pero a veces es difícil evitarlo. Poco importan las fantasías que apoye en el final de la ruta, se que no estaremos mejor. Se que los nietos de mis nietos tendrán que irse después, guardando sus cosas con apuro y mal humor. Aún así prefiero viajar. Descubro que soy para ir,

Nata

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Llovió casi dos semanas seguidas, me tienen que entender. No podía salir. Ni a sacar la basura. Apenas levanté la persiana para mirar a través de sus agujeros. Y ver si las nubes se alejaban y Nata volvía.  Una tarde la sentí lamentándose, maullaba como lastimada. Espié por los ojos achinados de la persiana y descubrí que estaba detrás del macetón de cemento. La llamé y no vino. Caía agua por eso no podía salir. Pero la llamé, les juro que la llamé. A la nochecita sentí pasar una sombra. Me asomé por las ranuras. Levanté la cortina un poco más. No mucho porque caía agua. El búho del vecino se acercaba a Nata. Le grité detrás del vidrio cerrado. Pero no se detuvo. Picoteó y retrocedió. Ella se quejaba. Todavía se quejaba.  Llamé por teléfono al dueño del pajarraco. Me dijo que los búhos no son carroñeros, que son sabios y vegetarianos. “¿No vio que son el símbolo de la filosofía?”. Eso me dijo. En serio. Nata maulló un poco más. Se arrastró hacia el ventanal donde yo miraba. Ahí noté qu

Tiempo y espacio

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Es urbana la definición de silencio. El silencio es la ausencia de sonidos ciudadanos. Le llaman silencio al paso del viento, al grillo nocturno, al cantar acompasado de la chicharra. Ven vacío quienes son incapaces de oír el murmullo constante del campo.  Él mira a ambos lados al cruzar, aunque la calle sea de una sola mano. Estudia el recorrido antes de recorrer y sabe dónde bajarse sin preguntar. A veces levanta la vista hasta el último piso de un edificio, pero sólo si debe esperar un semáforo, como al descuido. Contrae el asombro, la pregunta, la melancolía del horizonte. Se niega a mostrarse extrañado, extrañando. Que se vuelva a su país, le grita alguien desde un auto. Él se queda pensando mientras simula no oir. Entre el ruido oscilante, las palabras llegan inexplicablemente. Evidentemente fueron hechas para herir. Ahora sabe que le han mentido en la escuela, no pertenece a una sóla república el mapa que le enseñaron a dibujar. “En un lugar ponen todas las puertas -piensa- y de

Nostalgia

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De noche se escucha el sonido de un tren. Cruza veloz haciendo temblar las plantas, las calles de ambos lados, las casas de la primera fila. Algunos se han asomado a ver, pero nada pasa. No hay trenes desde hace cuarenta años. Sólo es el eco repitiéndose en el tiempo. Como ver una estrella que ya no existe. Como la efeméride de un país que ha dejado de figurar en los mapas. Un jueves de marzo llegaron en camiones a levantar las vías, sacar los durmientes, guardar los tirafondos, desmantelar la estación. Pero el tren fantasma siguió atravesando el pueblo. Delimitando las porciones de la sociedad local, estableciendo el “otro” lado, obligando a todos a mirar hacia el norte y hacia el sur antes de cruzar. Las noches frías, con lluvia y nostalgia, cuando nadie intenta siquiera asomarse, el tren se detiene. Bajan los que se fueron, jóvenes aún, adolescentes algunos. Recorren las calles iguales, reconocen los frentes arreglados, esperan en las esquinas de entonces. Espían por las ventanas có

Agua

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Uno cree que el agua vendrá desde afuera y por eso construye murallas, defensas. Tapia las ventanas, clausura las puertas. Crea una burbuja de aire, una cápsula seca.  Pero cuando la inundación se manifiesta lo hace como los fantasmas, sin respetar paredes. Y por la rejilla del baño brota el agua y de repente hay una fuente en el lavadero. El agua nace desde adentro. Corre por los pasillos, hace desaparecer los zócalos, arrastra los zapatos contra la puerta cerrada. Uno empieza a subir cosas sobre la mesa, luego se trepa uno.  La altura necesaria se redefine con el paso del tiempo: el banquito, la silla, la escalera.  Ya no se sabe si es mejor dentro o es peor afuera.  Entonces uno levanta las manos al cielo clamando piedad y descubre que puede tocar el techo…