Nostalgia



De noche se escucha el sonido de un tren. Cruza veloz haciendo temblar las plantas, las calles de ambos lados, las casas de la primera fila. Algunos se han asomado a ver, pero nada pasa. No hay trenes desde hace cuarenta años. Sólo es el eco repitiéndose en el tiempo. Como ver una estrella que ya no existe. Como la efeméride de un país que ha dejado de figurar en los mapas.

Un jueves de marzo llegaron en camiones a levantar las vías, sacar los durmientes, guardar los tirafondos, desmantelar la estación. Pero el tren fantasma siguió atravesando el pueblo. Delimitando las porciones de la sociedad local, estableciendo el “otro” lado, obligando a todos a mirar hacia el norte y hacia el sur antes de cruzar.

Las noches frías, con lluvia y nostalgia, cuando nadie intenta siquiera asomarse, el tren se detiene. Bajan los que se fueron, jóvenes aún, adolescentes algunos. Recorren las calles iguales, reconocen los frentes arreglados, esperan en las esquinas de entonces. Espían por las ventanas cómo cenan los que se quedaron. Remarcan un corazón o un nombre hundido en el revoque. Se acuestan silenciosamente junto a los que ya no esperan. Después los llama el tren anunciando el final del recreo. Hace sonar el silbato, temblar los rieles, sacudir las veredas cercanas. Y se va. Y se van.

Aunque hay días, de tanto en tanto, en que algún visitante olvida la partida. Amanece en la que era su cama. Prepara el desayuno con las manos arrugadas. Mastica acompasadamente, con la certeza de jamás haber salido del pueblo. 


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