Nata

Llovió casi dos semanas seguidas, me tienen que entender. No podía salir. Ni a sacar la basura. Apenas levanté la persiana para mirar a través de sus agujeros. Y ver si las nubes se alejaban y Nata volvía. 
Una tarde la sentí lamentándose, maullaba como lastimada. Espié por los ojos achinados de la persiana y descubrí que estaba detrás del macetón de cemento. La llamé y no vino. Caía agua por eso no podía salir. Pero la llamé, les juro que la llamé.
A la nochecita sentí pasar una sombra. Me asomé por las ranuras. Levanté la cortina un poco más. No mucho porque caía agua. El búho del vecino se acercaba a Nata. Le grité detrás del vidrio cerrado. Pero no se detuvo. Picoteó y retrocedió. Ella se quejaba. Todavía se quejaba. 
Llamé por teléfono al dueño del pajarraco. Me dijo que los búhos no son carroñeros, que son sabios y vegetarianos. “¿No vio que son el símbolo de la filosofía?”. Eso me dijo. En serio.
Nata maulló un poco más. Se arrastró hacia el ventanal donde yo miraba. Ahí noté que algo le había pasado en las patas traseras. Tal vez se cayó de la medianera. Siempre andaba de equilibrista por las tapias. Salir no era una opción. Si abro, el agua se mete en toda la casa. Cuando llueve no puedo salir. Ni sacar la basura puedo.
El búho “filósofo” la emboscó, la picoteó hasta que ella dejó de moverse. Entonces tironéo y arrancó un buen pedazo de carne. Solo en ese momento levantó vuelo. 
Dos días de lluvia faltaban. Lo vi volver al búho, pero Nata ya no se quejó. Por lo menos no sufrió más, la pobrecita. Ahí me esperó a que yo saliera. Ahí se quedó hasta que el sol secara toda el agua caída. 
Después guardé su cuero duro, sus huesitos limpios, su cabecita sin ojos en una bolsa. Y pude entonces, (por fin), sacar la basura. 


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