Soy para ir

Nos vamos. Todos guardan las cosas con apuro y mal humor. Aquí no nos quieren. Hay que meter mucha vida en pocas bolsas. Yo intento no sonreír, pero a veces es difícil evitarlo. Nunca salí de viaje. En este lugar nací, nacieron mis padres y los abuelos de los abuelos de mis padres. Es demasiado tiempo en un mismo sitio, pienso. Pero nada digo. 
El camino es indefinido. “Será como empezar de nuevo”, protesta mamá y, para mí, eso suena maravilloso. Me niego a dormir, debo registrar cada paso hacia el futuro. Hay colores cambiantes, formas extrañas, aromas listos para estrenar. Prefiero seguir la historia que corre fuera de la ventanilla porque en el interior sólo hay silencio y lágrimas. Entiendo que no debo sonreír, pero a veces es difícil evitarlo.
Poco importan las fantasías que apoye en el final de la ruta, se que no estaremos mejor. Se que los nietos de mis nietos tendrán que irse después, guardando sus cosas con apuro y mal humor. Aún así prefiero viajar. Descubro que soy para ir, no para estar. Acabo de notarlo. 
“Prohibido ingresar” dice el cartel que interrumpe el recorrido. “Propiedad privada”, el que nos obliga a girar. “Sólo para clientes”, el que impide que estacionemos. Ellos discuten señalando diferentes nombres en un mapa mientras yo decido no llegar. Ahora lo se. Nadie, nunca más, va a decir dónde puedo o no debo permanecer. 
Entre resoplidos de disgusto y golpes al volante, avanzamos. Me tiene sin cuidado si me ven. Sonrío mirando el camino y ya no intento evitarlo.

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