Pequeña batalla

Los conquistadores les vienen pisando los talones. El pueblo caimare huye porque ya los conoce. Ya cruzó las coloridas bienvenidas, las arduas negociaciones, las obscenas traiciones. Ahora solo quiere alejarse.
Ellos van a pie. Y tienen pies pequeños, adultos, lentos, enfermos, medios pies también tienen. Los conquistadores montan sobre cuatro patas que relinchan y les ganan en velocidad sobre tierra llana. Pero son torpes en altura, se quiebran, se desbarrancan. Por eso el pueblo caimare asciende. Mira hacia arriba y avanza. Van orillando un arrollo. "Por dónde cae el agua, subiremos", dicen. Entonces llegan a un cascada. Empinada, imposible. Le cuentan a las sierras sus razones de huida y ellas entienden. Transforman en piedra el chorro, le dan forma de camino, de escalera. Pueden subir todos ahora: jóvenes de zancadas amplias, hombres con pasos chuecos, sabias milenarias, aprendices de guerreros, animales mansos, semillas húmedas, frutos secos.
Los conquistadores los ven ascender y apuran la marcha. Casi pueden tocarlos, desmontan para atrapar al último, para tirar de él y hacer caer al pueblo entero. Pero dos pasos antes de llegar, la piedra retoma su consistencia líquida. La cascada de agua abrupta los cubre. Quedan debajo, mojados, maldiciendo en dirección al cielo.
Se lo que van a decir: los conquistadores finalmente vencieron. Ocuparon las sierras y sus ríos, etiquetaron animales y personas, devoraron los frutos frescos, vendieron los secos. Ya lo sé. Pero aquella pequeña batalla, la perdieron.

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