Circulación equina

Pasean caballos por el barrio hipódromo, mientras Mireya los cuenta desde la ventana. Uno blanco, dos manchados, tres que miran hacia el costado y cuatro que fingen indiferencia. “Un día de estos se van olvidar que los vigilo y desplegarán las alas”, piensa. Morderán sus riendas hasta romperlas, sacudiéndose, para liberarse de sus pequeños cuidadores. Luego se dejarán crecer extremidades aladas y remontarán vuelo. Perforarán las nubes encapotadas y dejarán siluetas de pegasos para rellenar con celeste cielo. 

No procrean arcoíris ni tienen cuernos únicos en la frente. “Eso no es posible”, dice Mireya al silencio de su pieza vacía. Estos son caballos comunes, que compiten y ganan, que combaten y pierden. Sólo que, de tanto en tanto, escalan al firmamento. Ella lo sabe. Y ellos saben que ella sabe. Por eso miran hacia el costado, por eso fingen indiferencia.

Antes que vengan a buscarla para sembrarla delicadamente en una silla que rueda, Mireya espía caballos y los cuenta. Espera el día que se muestren tal cual son, que emprendan vuelo, invitándola (¿por qué no?) a dar una vuelta.



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