Domicilio

 

Es misionero, correntino, cordobés, con algo de porteño. Nació allá y después se mudó dos o tres veces. Cuatro o cinco. Bueno, tal vez seis. Tiene tonada variada, se come las eses y, de tanto en tanto, las palabras se estiran antes de terminar de salir de su boca. Roberto Matias tiene los ojos del padre, la nariz de la abuela, la paciencia de la bisabuela y dos nombres que heredó de unos tíos que nunca conoció. 
Tuvo a la seño Bety, a Lucía, a Sandra, al maestro Antonio y se enamoró perdidamente de la profesora de música de tercer grado, (el tercer grado que hizo en una escuela, porque después terminó en otra en donde había clases de pintura, en lugar de canto). Nunca se tomó la molestia de aprenderse una dirección de memoria. 
Si dibujara un mapa lo llenaría de abrazos, que es lo que más le gusta. Abrazos de abuelos junto al río, de los tíos en la ciudad, de la prima en la sierra, de la tía abuela que vive al lado de un ruta ancha y de los amigos que hizo cuando iba a club que se llamaba San Martín.
A veces le dijeron Beto, a veces Mati, también chueco y en más de una oportunidad fue “El nuevo”. A él le gusta escuchar todo su nombre y su apellido, como si fueran esas las coordenadas de su domicilio. 
“¿Dónde está tu casa?”, preguntó un día la directora al ver que tardaban en venir a buscarlo. Roberto Matías encogió los hombros. “¿Pero dónde vivís?”, insistió la señora. Él hizo un recuento de casas, paisajes y pasajes, de piezas, de escuelas, de amigos y enemigos, para elegir contestar: “Vivo en donde viven los que más me quieren”.




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