AMARRONADO

 El mundo se puso pálido. Así, de golpe. Sólo tenía colores que iban del gris al marrón clarito. La gente, sus objetos y los animales andaban camuflados entre edificios, muebles y árboles con los mismos tonos. Había que mirar bien para reconocer aquello que se mueve de lo que permanece quieto. Había que pensar mucho para descubrir la razón del paisaje descolorido. Y las personas andaban muy ocupadas en sus cosas como para pensar, así que siguieron nomás. Trabajando, estudiando, o esperando en un mundo desteñido.

Felicitas creía que era su culpa (porque Felicitas sí se tomó el tiempo para meditar). Estaba segura que su descuido era la causa del amarronado general. Ella había olvidado regar la planta de mamá Vera y ésta fue tomando los colores que ahora todo el mundo compartía. No podía ser casualidad. Su falta de consideración encubría, sin dudas, el origen de tamaña descomposición. Y aunque quiso agregar agua en el último minuto, fue en vano. Sólo provocó una lluvia inutil, resbaladiza y lúgubre. 

Entonces pensó mucho en mamá Vera, como pidiéndole disculpas, como rogándole consejos. Y casi casi que pudo verla en la cocina, donde siempre la veía, sonriendo entre ingredientes verdes, amarillos, rojos, anaranjados y violetas. Fue de esa manera que supo la respuesta. Machacó los locotos que quedaban y picó los tomates frescos hasta lograr que recuperaran sus tonos originarios. Luego agregó un chorrito de sal y una pizca de aceite (¿o fue al revés?). Probó con la punta de la lengua y supo que estaba bien, que estaba a punto, que la salsa era buena.

En el patio hizo un hoyo no muy profundo para dejar caer ahí aquel caldo rojo y picante. Sazonó la tierra hasta provocarle un calor de volcán, de brasa, de ají. El mundo se ruborizó con sabor y memoria, ardió de cuerpo entero y encendió los colores que dan vida a las cosas.




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