Sin palabras

Al principio fueron los sustantivos. Es lo primero que desaparece cuando se pierde la identidad. Los sustantivos son las certezas sobre la que se apoya el mundo: mamá, papá, Luisa, Mónica, Alberto… Si yo ya no era quien era, ellos tampoco. 
¿Con qué cara digo “tía” si no es la hermana de mi mamá? ¿Con qué autoridad digo hermano, prima, cuñado? Y no te hablo sólo de los parientes directos… eso es más fácil de entender, te hablo de todos los sustantivos del mundo. ¿Cómo digo “perro” si mi perro ya no es mío? ¿Quién carajo es Sandokán, ahora? ¿No te das cuenta? Los sustantivos, comunes o propios, refieren a algo que les da sentido.
Mi calle no es un héroe de la independencia, es mi calle. Pero si deja de ser la dirección en donde vivo, el nombre pierde valor. Ahora dudo hasta de la independencia.
Después se disuelven los adjetivos. Nada puede ser bueno o malo sin un punto de referencia. Alto era medir más que mi tío. Gorda era la abuela. Simpático era Andrés. ¿Y ahora?
Los verbos sólo caen en desuso, eso tiene lógica. Cuando no hay quien haga, piense o imagine, la acción se detiene.
Y así me fui quedando sin palabras. No te rías, no es gracioso. Te quedás adentro de vos mismo sin la capacidad para comunicar nada. Interactuando con el mundo sólo con gestos leves.
Como esos médium que hablan con los espíritus a través de pequeños golpecitos…
Uno para si, dos para no.

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