Estanterías

No hay un día primero, o tal vez sí, pero uno lo olvida. Se comienza guardando un objeto, un símbolo, un recuerdo, de repente los cajones no cierran. Los estantes no alcanzan, los espacios se pueblan, los anexos se inventan. 
Ahora ella debe mudarse. Y hace una selección primera y una segunda también. Intenta tirar, repartir, regalar, devolver. Pero no puede. Le resultaría más sencillo donar un órgano, cree. “Son mi historia”, argumenta. Va a estar en ese dilema las últimas dos semanas que cubre el contrato. Pide cuatro días más.
Sueña con fuego, siente olor a quemado. Debe tirarse por la ventana. Abajo la esperan, le gritan, piden que se apure. Una última mirada recorre la casa, una última opción para elegir. ¿Qué llevar? ¿Qué resulta imprescindible para seguir? Sabe la respuesta. Recién entonces la sabe.
Enumera sus necesidades: esa primera mirada, el roce, su nombre sonando en el altoparlante, la risa delatora, dos o tres buenas preguntas, abrazos irrecuperables, lápidas re escritas mil veces, alguien atendiendo el teléfono del otro lado. El fuego acelera las decisiones, afuera insisten a todo volumen. Se arroja sin dudar. 
Cae de la cama y los que llaman a la puerta piden que deje el departamento. En el quinto día ella sale sin nada. “Soy mi historia”, argumenta. Después inaugura un nuevo espacio, feliz entre estanterías vacías.

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