El olor

Recorría su cama evitando pasar mucho rato en un mismo punto para que las sábanas no se tornen pegajosas. Se estiraba, se encogía, se sentaba y leía. Cien años de soledad cubría la siesta de aquel verano. El ventilador sacudía el calor de un lado a otro, escandalosamente. Era un tiempo muerto, difícil de llenar a los diecisiete años. Los adultos dormían, los más chicos inventaban juegos sin volumen.
En algún momento apareció el olor.
Dulzón, espeso, en descomposición. Un aroma que invadía la pieza. Dejó el libro y evaluó las posibles razones, porque eso hace la gente para evitar el miedo. Corrió la cama, barrió pelusa, devolvió a la cocina platos que alguna merienda había dejado en su mesa de luz. Pero no resultó. El olor persistía. Finalmente tiró desodorante y regresó a Macondo.
La segunda vez intentó pensar en otra cosa. Se esforzó por desoír el grito de su nariz. Deseaba llegar al final del capítulo, por lo menos. Pero tres páginas antes se levantó. Su cuerpo se encorvó para dejar que las fosas nasales guiaran el camino. En una esquina, un zócalo, una estantería, un rincón. Corrió los muebles con obstinación de arqueólogo. Tenía el convencimiento de hallar una especie extinta desintegrándose a espaldas del ropero o la cajonera. No tuvo éxito y gastó en eso su tiempo libre. Juró venganza.
La tercera vez se bañó. Tal vez su propio cuerpo sudaba siesta como aceite usado. Así, con muchas eses. Resbaladizo y viscoso. 
El olor se condensaba en la habitación entre las trece y las quince horas. Después había cosas para hacer y a la noche ya no estaba. Sólo permanecía el ventilador sacudiendo el mismo calor, a tientas, por la falta de luz.
En el cuarto día no conservaba un gramo de paciencia. Catorce páginas separaban el momento presente de la contratapa, pero no importó. Vació la pieza. Encontró cosas que ya no buscaba y descubrió que diecisiete no eran tan pocos años como creía. Había logrado acumular una cantidad importante e inservible de objetos.
Pero el olor esquivó la lavandina, el desodorante, la tableta de mosquitos (que también los mosquitos esquivaban, por cierto). Sorteó trapos húmedos, escobillones, manotazos de ahogados y se instaló, cómodamente, en su nariz. 
Entonces, asumiendo el fracaso, leyó las últimas páginas de la novela. Con el olfato derrotado como los Buendía, se disolvió frente al ventilador hasta convertirse en polvo de estiércol. “Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”, dijo en voz alta y el olor desapareció.


Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

La primavera

Éxodo

Como si no estuviera