Espejos
Los espejos tienen la fortaleza de agrandar los espacios, y la debilidad de impermeabilizarlos. Uno puede ver, pero no entrar. Dan la sensación de otro, aunque la soledad persiste.
Pusieron espejos en “atención al público”, para que cada uno recibiera su queja. Ahorraron personal, las grandes empresas, y evitaron el estrés producido por el mal trato de los clientes.
“Su pregunta no molesta”, decía un cartel mientras reflejaba el rostro del reclamante. Cualquiera baja la guardia, con tamaño recibimiento. Después venía la duda, el lamento, la devolución fallida, el reconocimiento de la inutilidad. Nada nuevo, por cierto. La diferencia estaba en que la gente se retiraba con más culpa que rabia de la ventanilla. La cotidianeidad del rostro conocido generaba resignación. Algo que se aprende cada mañana, al lavarse la cara.
Hubo golpes e inútiles intentos por romper espejos. Siempre hay, aunque son los menos. Pero los vidrios se refuerzan y los cortes cicatrizan en otro lugar, bajo otra responsabilidad.
Sisi no ve y por eso es inmune a su reflejo. Se queja y se queja, pidiendo por todo el escalafón de autoridades. “¡Que bajen!”, grita, asumiéndose en el fondo de una estructura muy alta. Por primera vez, tiemblan los espejos.
Llaman a seguridad, pero cuando los uniformados ven las siluetas armadas que devuelven los cristales, se retiran. No acostumbran a matarse entre ellos. Alguien llega para ordenarle que se aleje, pues es tiempo de bajar la persiana. Sisi escucha y no se mueve. Como no percibe el alcance de la amenaza, se convierte en una. Sus ojos no ven, pero ven a Sisi los ojos ajenos. Eso es suficiente para sentirse imagen, para querer ser reflejo.
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