Agatha

Tenía doce años y un viaje de veinticuatro horas por delante. Mi abuela me compró un libro en la terminal de ómnibus, para ir tirando. Agatha Christie prometía mantenerme ocupada.
Tenía doce años y una paciencia corta. Llevaba un cuarto de la novela pero ya quería saber quién era el asesino. Había hecho una apuesta interna y necesitaba que la autora confirme mis sospechas. Miré el número de páginas que faltaban. ¡Una eternidad! La voz de mi conciencia dijo algo sobre la paciencia, creo. Entonces continué leyendo al ritmo de los carteles de la ruta, siguiendo el orden numérico de menor a mayor.
Tenía doce años y una conciencia que hablaba muy bajito aún. No se requería hacer demasiado esfuerzo para desoírla. Volví a las últimas páginas del libro, ojeé por diferentes lados, hasta que clavé la mirada en una oración: “...el asesino no podía ser otro que el ayudante del doctor”. Uní tapa y contratapa de un solo golpe, mientras me recriminaba con una rabia larga, como la ruta que aún faltaba por recorrer. 
Tenía doce años y un castigo sobre las manos. La resolución del misterio transformaba al libro en un conjunto enorme (ENORME) de palabras que sólo llevaban a un destino conocido. Un viaje sabido, dentro de un viaje sabido. Como una matrioska de aburrimientos. Pero no había escapatoria. Así que acepté la condena y seguí leyendo. Obediente, como no había podido serlo antes.
Previo a terminar el viaje, terminé la novela. Con desgana, primero, y luego con intriga, fuí siguiendo la actuación del personaje señalado. El ayudante del doctor se mostraba cada vez más alejado de la trama principal, para ir poco a poco desapareciendo. En el último capítulo se develaron los misterios, salieron a la luz los responsables y la justicia triunfó sobre los criminales. 
Tenía doce años y un desconcierto que no podía compartir. Ni siquiera sabía cómo creerlo o cómo contarlo: en ninguna parte del libro estaba la frase que yo había leído. 



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