El aburrido vicio del infinito
Enterró a su único hombre ella sola en el fondo de la casa. Después nunca más se murieron las rosas, ni los malvones; y el tiempo fue asunto del resto del planeta. Sólo por eso pudo, al abrir la puerta a un viajero ochenta y cinco años después, conservar el mismo rostro. “De estar, estuvo siempre”, le dijeron. “¡Que va! La viuda no es más que un cuento para no vender el caserón de la esquina Rocha”. Él traficaba asuntos de mujeres traídos desde aquellos lugares de los que uno jamás tendrá noticias. Andaba con un maletín de puerta en puerta, miraba a los ojos, y ellas decían que sí y le compraban. Confabulaban los hombres en los bares, comiéndose las uñas en la intriga y desconfiando de las cenas al regreso. Lo concreto: el desconocido durmió tres noches en el lugar y se fue la mañana última con el mismo maletín. Después se vendió la casa de Rocha y resultó que no valía nada.
La viuda había mirado los ojos del mercader para decirle que ¡NO! y anduvo, entonces, soñando con el difunto que cambiaba de rostro y ofrecía asuntos de mujeres por los caminos. Se marchitaban los malvones. El que jamás había sido rechazado masticó flores la segunda mañana para seducir desde el aliento y ayunó al día siguiente para cargar de fuerza las palabras. Convocó a los ecos que multiplican mensajes y desplegó una sonrisa que bien hubiera alcanzado para cinco. Ella insistió con un “no” que siguió repitiéndose solo, cuando la fiebre ya no la dejó llegar hasta la entrada. El extranjero recibió la última noche con los nudillos en carne viva y el cadáver de siete rosas robadas en el propio jardín de la viuda.
Maldijo en público y fue la única vez que los hombres le escucharon decir algo. Después se encerró a llorar como acabado de nacer: hasta quedar dormido. No necesitó llamar el cuarto día, la puerta había tomado nota, por fin, de todas las lluvias que fueron dejando los otoños y simplemente se derrumbó. El viajero cargó aquella mujer eterna sobre su hombro para no poder sacar de la casa más que un puñado de polvo, que guardó para siempre en el maletín. Ella alcanzó a temblar y a recordarse viva: luego se desintegró.
La viuda había mirado los ojos del mercader para decirle que ¡NO! y anduvo, entonces, soñando con el difunto que cambiaba de rostro y ofrecía asuntos de mujeres por los caminos. Se marchitaban los malvones. El que jamás había sido rechazado masticó flores la segunda mañana para seducir desde el aliento y ayunó al día siguiente para cargar de fuerza las palabras. Convocó a los ecos que multiplican mensajes y desplegó una sonrisa que bien hubiera alcanzado para cinco. Ella insistió con un “no” que siguió repitiéndose solo, cuando la fiebre ya no la dejó llegar hasta la entrada. El extranjero recibió la última noche con los nudillos en carne viva y el cadáver de siete rosas robadas en el propio jardín de la viuda.
Maldijo en público y fue la única vez que los hombres le escucharon decir algo. Después se encerró a llorar como acabado de nacer: hasta quedar dormido. No necesitó llamar el cuarto día, la puerta había tomado nota, por fin, de todas las lluvias que fueron dejando los otoños y simplemente se derrumbó. El viajero cargó aquella mujer eterna sobre su hombro para no poder sacar de la casa más que un puñado de polvo, que guardó para siempre en el maletín. Ella alcanzó a temblar y a recordarse viva: luego se desintegró.
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