rapada

      Le raparon la cabeza y la empujaron a la calle con los mismos camisones que enamoraron al enemigo. Le escupieron en la cara, le gritaron y no uno y no dos, sino todos. Insulta más el más temeroso, al que tal vez mañana le toque lucir en público su vergüenza. Es la gran feria del desquite. La Guerra parió grietas en los cimientos (y no sólo de los edificios). La arrastran a la luz, si, y el hijo también, para que lo vean. Quizás herede sus ojos intimidatorios, sus gestos implacables, sus tiernas manos criminales o sus hermosos labios delatores. Por lo pronto, como él es hombre. Y, se explican (y queda claro): tiene toda la sangre necesaria en las venas para ser otro asesino
     Una mujer se abre paso en la multitud, vocifera, siente desprecio. Potsdam resulta una buena excusa para su propio odio, (porque ella tiene un “propio” odio). Sigue a la acusada, la humilla, la empuja, incita a la gente a lanzar piedras. Brama. Braman. ¿Quién mal leyó la biblia que bien proclaman? A la vista de todos transpira su razón de rabia. Finalmente le pega. La mujer culpable no alcanza a caer. Se endereza, acomoda su hijo, su estandarte. La mira a los ojos y sonríe por única vez. Después el gentío se arrojará definitivamente sobre ella. Ambas ya lo perdimos, -le susurra entre baba y sangre-, pero yo supe exactamente lo que era tenerlo
     El niño llora un poco más fuerte. ¿Cuántos la habrán podido escuchar? Los colaboracionistas que aún no han huido serán marcados antes de llegar la última paz y los primeros ataúdes. Aquella frase sólo las dos mujeres parecen entenderla.




Robert Capa, Chartres, 1944

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