Certificado de existencia
El colectivo llegaría una hora tarde, pero yo no lo sabía. Nunca había certezas sobre los horarios, por eso era costumbre esperar. No con desesperación, no con ansiedad. Esperar era parte del viaje. Todavía estaba en la terminal de ómnibus, pero ya no estaba en el pueblo. Ya me había ido en el colectivo que aún faltaba llegar.
Además eran las dos de la tarde y el resto de los mortales dormía la siesta. Daba lo mismo mi ausencia o existencia. Esa es la verdad.
Esperaba sentada en el único banco de la terminal vacía y el viento cálido acomodaba hojas secas acá y, luego, allá. De repente un remolino de panaderos interrumpió la calma. No vi desde dónde venía. No lo esperaba a él.
Incluyó las hojas secas que el viento clasificaba. Comenzaron a bailar en redondo, alrededor mío. Miles de panaderos peludos girando en una rotonda sin salida, (como toda rotonda que se precie de tal). Algunos escuálidos, persiguiendo su plumaje perdido. Mi cabello aceptó el convite, tímidamente.
Unos segundos, poco tiempo en relación a la espera, ínfimo en porcentaje de vida. Eso duró la ráfaga circular. Después siguió hacia el sur, lo recuerdo perfectamente. Las partidas atraen nuestra atención más que las llegadas.
Una pluma de panadero se quedó en el piso, (y sé que no son plumas y que llevan otro nombre). Detuvo su viaje a los pies del mío. Recordé que alguién, alguna vez, me había dicho que si uno sopla un panadero pensando en una persona, ella recibirá alguna de sus cipselas (y ahí tienen el nombre científico).
“Un ser vivo pensó en mí”, concluí entonces. Podía suponer un soplo intencional, un recuerdo nominado, un mensaje en clave dentro de un remolino. Podía hasta creerme que había alguien, en algún lado, mostrando interés por mi ausencia o existencia, después de todo.
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