Ramón (dibujo de Sabina)
Ramón lee en la orilla. Le gusta sentarse sobre la arena, dejar que el sol lo entibie y el viento marino agregue sal a su piel. Las olas son el fondo musical de todas sus historias. Navegan los tres chanchitos, la cenicienta, Caperucita y los lobos. Para Ramón un bosque de cuento suena como agua rompiéndose en la costa, salpica espuma y huele a pescado.
Distraído, enrolla la cola en el faro. Pero no lo hace con maldad, es como quien dibuja mientras habla por teléfono o se come las uñas al mirar la tele. El faro no lo sabe y por eso pone cara de susto y hace ojitos de luces en pleno día, pidiendo ayuda a los barcos que pasan por el lugar. Ramón sacude la punta de su cola para un lado y otro. No se nota de lejos, pero tiemblan los huesos de ladrillos y crujen y gritan socorro.
Si el cuento aburre, Ramón bosteza y sale fuego, por eso gira un poco la cabeza (de lo contrario quemaría el libro). A veces chamusca un arbusto o una sombrilla. No mucho más.
Estas pequeñas cosas han estropeado la reputación de los dragones. No son malos, sólo distraídos y torpes. Chapuceros para expresar sus emociones, en todo caso. Por eso, hace miles de años que decidieron ser invisibles. Para que no los persigan con flechas o ballestas y puedan sentarse tranquilos a leer al sol.
La nena dibuja un dragón que nadie ve junto a un viejo faro destartalado. Los adultos celebran su creatividad, ella dice que pinta lo que está y Ramón sacude la cola embobado porque su cuento está a punto de terminar.
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