Distopia


Después de la primera pandemia la gente se acostumbró. Salía menos, se cubría más, compartía nada. Hubo exceso de problemas respiratorios, afecciones cardíacas, daños en la piel y pérdida de la visión. El contagio era impredecible e ingobernable. Pero existió un virus peor a todos los previos. Uno que cambió para siempre el mundo conocido. 

No tenía un alto nivel de mortalidad. Fiebre excesiva, mucho sueño, dolor corporal. Nada nuevo, en realidad. La diferencia estaba en el después. Una vez que la enfermedad aliviaba los síntomas, el paciente despertaba con pérdida total de memoria. Apenas los sonidos de la lengua, los secretos de la lectura, los mecanismos básicos que hacen rodar una bicicleta. Sólo eso. 

Las personas se desesperaron, entonces, por acopiar los trozos salvables de su historia. Grababan audios o videos, para verse más tarde. Escribían velozmente, dibujaban croquis para hallar, luego, lo que debía ser hallado. De un día para el otro, el planeta se inundó de autorretratos. 

Algunos hackers se divirtieron alterando recuerdos ajenos. Mutando los nombres de origen, los rostros amados, la pertenencia a una hinchada o a un partido político. Aquellos que volvían de las fiebres demoraban en comprender lo sucedido. Y completaban su existencia inseguros de ser quienes debían ser.


Los textos que hallé al despertar estaban escritos en tercera persona. Conozco más de otros que de mi. Pertenezco a un grupo etario, lingüístico, social. También se andar en bicicleta. No más que eso. Ahora soy una ventana que mira y cuenta, aunque parece que es lo que siempre fui.


 

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