El mar pelado


El mar no pide revisación médica ni carnet de socio. No te hablo del mar con arena, con hotel, con guardavidas. El mar pelado, digo. En ese vimos a la sirena.

Después de clases íbamos. Porque se podía ir, íbamos. Porque era la mejor excusa para no estar donde se suponía que debíamos estar. 

Tirábamos piedras desde la orilla, aquella vez que vimos la sirena. Asomó la cola primero, después dió una brazada, una nueva zambullida y, más tarde, se sentó a descansar en el muelle de los pescadores. Parecía un lugar peligroso para alguien que tiene la mitad del cuerpo comestible. Por eso nos acercamos a avisarle.

“A esta hora no vienen”, dijo ella y tenía razón. De noche llegarían, cargando redes, arrastrando botes. No estaba perdida, enamorada de un hombre, no quería piernas, o vender la voz. Por pocos lugares tenía permitido andar, explicó. Ni era rubia, ni bonita, ni delgada, ni si quiera era entonada. Una sirena marrón bordeando el mar. 

Carrera hasta las rocas, jugamos. “El último es cola de perro”. Aguantar el aire, escupir como fuente, hablar debajo del agua. En algún momento ella sonrió. Dijo su nombre, pero no lo recuerdo. Al final de la tarde saludamos como si fuera posible volver a vernos. 


A veces tiramos piedras desde la orilla. Cruzamos por las rocas para llegar, porque el camino bueno ahora es del club y está prohibido. Ya no vamos a la escuela, ni somos cola de perro, ni gana carreras el que nada mejor. Escapamos a la playa para no estar (donde dicen que tenemos que estar). Buscamos en el mar pelado una sirena marrón.


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