Escrito en el cuerpo

 


Le piden documentos que acrediten sus palabras. Quieren letra escrita que diga que ella es Capitana, quieren la firma de Belgrano. Quieren un papel que cuente, en claro español, su oscura historia. Para recibir pensión hay que figurar en los listados, donde figuran los blancos, donde figuran los hombres, donde figuran los soldados. 

Ella mendiga en la puerta de la catedral, pide pan, ayuda, memoria. Grita a los que la llaman loca o le tiran piedras. Dice que estuvo en el Ejército del Norte, que conoció a Güemes, que empuñó armas. No tiene pruebas. 

Se desviste en la vía pública para mostrar los certificados. Sería obsceno si fuera humana. Sobre la piel, seis balas dejaron su trazo, también hay huellas de sables y latigazos. Cada cicatriz tiene su historia, pero hay que tener paciencia para escucharla. Hay que estar dispuesto a seguir el hilo de los hechos arremolinados entre dolores, injusticias, maltratos. Hay que querer mirarla, y mirarla para creer.

Un hombre con apellido y cargo la reconoce. A ésta la reconoce. Certifica con palabras blancas su pasado. Él es de fiar. “Le llamábamos la madre -dice-, la madre de la patria”. Ella sabe, entonces, que lo logrará. Ella lo logrará. Persistirá en la memoria de los papeles judiciales, que son los únicos lugares donde los pardos pueden figurar.


Un soldado herido, somnoliento, (allá, en los días de sus recuerdos) recibe agua de sus manos. Ella le toca la frente, humedece su pelo y escucha la palabra más repetida: ¿madre? “Si, soy yo -responde-, soy tu madre y la de todos los demás”.


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