esperar
Hay un placer en la espera que desconoce la inmediatez. Puede ser madre de la utopía o la decepción. Puede ser madre y esa es la diferencia: tiene tiempo para engendrar otras cosas.
La fila se hace a partir del cartel del 124. Miguel ve el mundo a través de las lagañas. Allá arriba miran la calle y adivinan un colectivo que llega. Abajo, Miguel se deja mirar por el juguete de la vidriera. Cada mañana se deja. Juegan juntos, en su cabeza, se arman y desarman, se miden, se calculan. Todos esperan.
Sabe el precio y por eso acumula los vueltos, negocia con dientes, especula en los cumpleaños. Ya hizo lugar en sus estantes para guardarlo. Le puso nombre, por eso lo saluda al pasar, cuando sale dormido, cuando vuelve cansado. Detrás del vidrio también confían en el día de la compra. El juguete lo sigue con la vista, ofrece una sonrisa petrificada, un gesto imperceptible, una promesa electoral. Le ha inventado un mote (pues desconoce que se llama Miguel). Ambos se esperan.
Diseñó un espacio en la pieza sólo para él. Fabricó accesorios, herramientas, complementos que alimentan una llegada próxima. Una utopía de plástico, made in China. Supone, aguanta, calcula, descubre algo llamado inflación, recalcula. ¡Bah! lo habitual en cualquier utopía.
Llega el 124 y Miguel saluda a su juguete antes de subir al colectivo. Esta vez no sabremos si el mayordomo es el asesino. Ni siquiera importa el final de la transacción, la ocupación del estante, el desgaste de los colores o el triunfo del olvido. Esperar es el tema. Buscar la vidriera antes que la esquina arranque y se vaya. Volver la vista para descubrir cómo guiña el ojo un juguete de plástico.
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