Cartas


Esperábamos cartas de papel y escribíamos respetando el renglón. Sabíamos el horario del cartero y los borradores previos caían al suelo. Comprábamos estampillas, guardábamos sobres y cada mensaje traía un olor. 

En el otro lado del mundo su hermana come un chocolate y dobla el envoltorio delicadamente. Luego termina de contar los detalles que trajo el asunto de Miguel y Marta, la mudanza de las López, los arreglos en la plaza, el cierre de la estación. Mejora la letra al detallar la dirección de entrega y el remitente. Cuando vaya a hacer las compras dejará su carta en el correo.
Integrará la pila de “internacionales”, más tarde el paquete de papel madera. Quedará boca arriba en la furgoneta y boca abajo en el avión. Caerá de costado en el camión que espera. Luego pasará a la mesa de distribución, la caja zonal, el morral de cuero. Sumará el olor a humedad que tienen los buzones del edificio. 
Ella abrirá el sobre saboreándolo con los dedos, leerá apurada la primera vez y más despacio cuando lo haga de nuevo. Reconocerá la letra, la prolijidad forzada, los nombres propios y los espacios comunes. Entonces un aroma de chocolate la sentará en la hamaca, a la salida de misa, cuando compraban a medias un trofeo relleno de dulce de leche. Sonreirá con los dientes sucios mientras le cuenta a su hermana que Miguel está cada vez más lindo. Sentirá en la cara un viento que sopla en otro espacio y en otro tiempo. Porque sólo las cartas de papel se leen con todo el cuerpo

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