Altura


Robé monedas, me ofrecí a cortar el pasto y olvidé entregar los vueltos. Para el fin de semana ya había juntado lo necesario. Calculaba que podría subirme a siete juegos, por lo menos. No sabía hasta cuándo estaría el parque en el barrio, así que hice buena letra de lunes a viernes y el sábado pedí permiso.

Autitos chocadores, sillas voladoras, el gusano y las tazas locas. Pero estaba reservando lo mejor para el final. La vuelta al mundo era tan alta que llegaría a ver el patio de mi casa desde allá arriba. Seguro que también alcanzaría a reconocer el puerto, los edificios del centro, la ruta. Tenía que averiguarlo y me puse en la cola. Recién entonces noté el cartelito de altura. Una línea horizontal junto a una regla, separando a quienes tendrían la fortuna de subir, de aquellos que sólo recibirían la humillación de permanecer afuera.

No iba a explicarle al señor de los tickets que lo mío era lentitud en el crecimiento y no inmadurez. Así que me fui de la fila. “Yo también tengo miedo”, dijo uno que estaba parado al lado mío y tuve el impulso de pegarle en la nariz con el puño cerrado. Pero no me dio tiempo: sonrió, se presentó y me invitó a otro juego. “No es cobardía…” quise decir y él ya estaba sacando entradas para el pulpo. Después repetimos tazas locas y autitos chocadores. Compró un jugo con la plata que le quedaba y yo repartí las galletitas que me había dado mamá.

“El año que viene probamos de nuevo”, dijo con la boca llena. Yo asentí sin sonido. Creo que ambos esperábamos que el parque nunca más apareciera. Para no tener que demostrar valentía y normalidad ante un mundo que nos expulsaba en cada vuelta.



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