La cuerda


Martina tiene doce años y dibuja una cuerda. “Es fácil de dibujar y es útil'', explica. “Tanto sirve para atar a las personas como para salvarlas, cuando han caído en el fondo de un pozo”.

Él cuenta lo que necesita contar y sus palabras se lanzan de la boca al cielo. En fila sale la crónica, porque unas cosas pasaron antes y otras vinieron después. Las letras se pueden ver, sucediéndose. El pico de una se aferra a la cola de la que va delante. Mientras su rabo se engancha al hocico de la letra que va detrás. Se enlazan, engarzan, acoplan y unen. Hasta formar una soga. 
Cruza la ciudad una cuerda de palabras encadenadas que cuentan la historia que era necesario contar. Como tendedero de ropa, hay gente que se cuelga y sigue en el vuelo que avanza, (pues toda narración debe avanzar). No son pasajeros de un colectivo en hora pico, aferrados al caño. Más bien parecen trozos de telas atados en la cola de un barrilete. Envalentonados, al ritmo del viento y del relato, deteniéndose ante remolinos y comas, para poder respirar.
Cuando él termina de contar, el viaje de ida se detiene. Comienza, entonces, a enrollar su texto desplegado. Como un bombero cansado, pero feliz, que pliega la manguera ante el fuego vencido. Ovilla lo dicho y caen a su lado los pasajeros sumados en el camino. Se levantan, se sacuden el polvo, se miran. Algunos se saludan dándose la mano. 

“La cuerda no es buena o mala, dice Martina, depende de lo que nosotros hagamos”.



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