Sin entender


Le cosquillea el pie, por eso lo sacude. Debajo del pupitre mueve el talón para allá y para acá. Ahora los dos. Primero hacia el mismo lado, luego en espejo. Las rodillas se le entumecen, entonces las separa y las une. Un charleston silencioso acontece en el inframundo de la mesa. Las manos se suman al festín. Bajan y taborean en los muslos. Es una balada conocida, seguramente si la cantara en voz alta el curso entero se sumaría. “Hasta el maestro”, piensa.

Su cuerpo toma nota. De lo que sucede abajo, no del dictado que resuena en la clase. La cadera se balancea y los hombros no hacen fuerza para disimular el rebote que sienten. La espalda es un oleaje. “¿Te pica?”, pregunta el docente con cara de enojo. “No, me duele”, dice sin mentir. Le duele la silla, el escritorio, el aula y el dictado. 

No es arrogancia ni temeridad. Su cuerpo ha dejado de responder a los mandos naturales. No entiende. Poco importa si le ordenan sentarse, estar quieto, permanecer erguido. Los músculos protestan a viva voz. Pero justo antes de producirse el estallido, suena un timbre de recreo. Por eso escapa a las apuradas del salón, se avalanza por el pasillo, descascara las baldosas del patio y deja surcos en el camino. 

“¡No se corre en los recreos!”, grita alguien que nada ha entendido.


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