Camino a la cena


Siente que su mamá lo llama. Está en la calle, jugando con otros chicos de pantalones cortos, como él. No tiene ganas de volver, así que hace que no escucha. Llega su nombre de nuevo, en un español afrancesado que es capaz de reconocer entre todo el cocoliche que se oye en el lugar. Su mamá es la única familia que tiene, es la mejor familia que tiene (piensa) y ahí se le estruja el corazón. Saluda, entonces, para emprender el regreso a casa.

Pasa por la puerta de un bar y hay una banda de música ensayando. Se apoya en la entrada y escucha y silba. Hasta que el dueño lo espanta con el repasador, como si fuera una mosca rondando las mesas. Se mete en el conventillo. Hay una pieza con la puerta abierta, alguien toca la guitarra y canta en un idioma que el chico no entiende. Más allá hay una mujer lavando mientras entona una zarzuela. Él pasa caminando al compás. Espera para taconear justo al final, entonces la señora descubre que tiene público y le agradece con una sonrisa. El tano del fondo canta la misma ópera que todos saben, la única que es capaz de recordar entera. Aunque ya se pasó de su entrada, va y vuelve sólo para escuchar al viejo. Después le grita, como broma, las dos o tres palabras que sabe en italiano. El cantor se queda refunfuñando pero contento de saber que tiene oyentes.  

La madre protesta porque hace una hora que lo está llamando, y la comida ya está fría. Él se disculpa, cuenta las cosas escuchadas en el camino de regreso: “toda esa música se me queda en la cabeza”, dice y comienza a tararear algo incomprensible. Berta no se puede enojar con su único hijo. Sonríe, calienta la sopa otra vez y le sirve a Carlitos la cena.



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