El personaje


El personaje va y se le instala en la cocina. Que es, por otro lado, un buen lugar para instalarse. Se le sienta a la mesa y pica lo que llega a sus manos, pero no con la voracidad de la Nona, con desgano. Llenando el tiempo más que la boca. Sordo a las indirectas, inútil frente a las decisiones de su cuerpo. Como el último borracho del bar, incapaz de notar que todas las sillas están dadas vueltas sobre las mesas y el piso ya fue barrido.

Cuando era joven y empezó a escribir siempre lo hacía por el final. Las tres primeras líneas mostraban el remate, la moraleja, el “para qué” de los personajes. Luego seguía por el principio, con la tranquilidad de quien ya compró el boleto hasta el último destino. Y puede dormirse en el asiento sin temor de pasar por alto su estación.

Pero en algún punto de la vida el tren estiró el recorrido, las secuelas desbarataron todo desenlace y nacieron hijos de los protagonistas. No halló certezas en el después. No halló certezas en el ahora, tampoco. Las garantías se vencieron y los propósitos se flexibilizaron.

Por eso ya no sabe escribir finales. Y los personajes se le instalan en cualquier parte del texto, de la casa. Le cuentan sus penas largas, sin “para qué”, sin moraleja. Y ella no logra sacárselos de encima. Les convida su cena, entonces, les relata sus antiguas alegrías y se quedan conversando, incapaces de notar que ya están dadas vueltas todas las otras sillas.


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