Un ancho segundo

 


Ella tiene su nombre escrito en el flanco izquierdo. Él muestra su documento para certificar la propiedad de la tarjeta de débito. No hay modo de argumentar desconocimiento. Pero aún así lo hacen. 

Treinta y dos años atrás caminaban juntos por la peatonal. Miraban vidrieras y fantaseaban compras. En dieciséis meses llegarían a la mayoría de edad (que por aquellos tiempos se daba a los veintiuno), y entonces podrían firmar el acta de matrimonio. Sin pedir autorización, ni permiso, ni perdón. 

Después vino la convivencia, los turnos incumplidos de limpieza, la estética del desorden o el desorden de la estética. La geografía de los sueños que separa las ganas de ir, del impulso por quedarse. La ciudad que promete más de lo que cumple. Los falsos cumplidos que estiran el ego hasta deformar a una personas. Él se hizo adulto en su pueblo, ella se fue a la Capital para festejar sus veintiuno.  

“De todos los supermercados del mundo, él tuvo que entrar justo al mío”, piensa ella y sonríe debajo del barbijo. Él levanta la cabeza para disimular la zona calva, mete panza, endereza los hombros. Ella afloja su peso en la silla y se concentra en registrar cada producto. No quiere mirarlo. No quiere mirarse. “Gracias por su compra”, recita mientras devuelve la tarjeta. Durante un ancho segundo se cruzan las miradas, se derrumban los calendarios, se paraliza la circulación del tiempo y crujen los suelos que sostienen la memoria. Luego se despiden.

“Buenos días”, dice él. “Buenos días”, responde ella.


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