La moneda


Tira la moneda al aire y la espera con la mano abierta. Si sale cara tomará una decisión, si sale cruz, será otra. Nada es más liberador que dejar la responsabilidad del destino a un objeto inanimado.

Pero la moneda gana mayor altura de lo esperado. Choca con un adorno exageradamente largo de la lámpara y tuerce su trayectoria. Aterriza en el piso y empieza a correr por el surco que separa las baldosas. Se mete debajo de un mueble y se estrella contra el zócalo. Imposible percibir, desde tan lejos, si es cara o cruz lo que toca.

Es necesario mover el mueble. Pesa y por eso ejerce mucha fuerza. Demasiado. No para la cómoda de algarrobo, pero sí para todos los objetos que están encima. Vuela el cenicero repleto de veinticinco centavos. Ahora que ha logrado separar el armatostes de la pared, el piso está atestado de caras y cruces. 

Una moneda rueda hacia el baño. “Esa debe ser la que marca el destino”, piensa y la sigue. Pero no será ella quien indique lo que debe hacerse mañana. Se tambalea entre los azulejos y cae en la rejilla, debajo del agua que pasa, en dirección a las cloacas. 

Por lo visto quedan sólo dos opciones: buscar una nueva moneda o asumir la responsabilidad de las propias decisiones. 



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