El escondite


Tuve un secreto que duró seis días. A principios de semana lo vi: entre el pilar de la entrada y la enredadera podía esconderse alguien. No alguien grande o corpulento, pero si una persona de cinco años con intenciones serias de ganar en las escondidas. El lugar era excelente, permitía observar la vereda sin ser visto (lo probé). Sólo faltaba esperar el fin de semana, el encuentro grupal, el triunfo singular de la más pequeña del grupo. Llegado el sábado intenté no mostrarme ansiosa, dejé que otro propusiera el juego y escapé de contar con los ojos cerrados. Luego di algunas vueltas, para despistar, y me escondí. Atraparon a uno, descubrieron a otra, se salvaron unos cuantos y protestaron los de siempre. Escuché mi nombre, por eso ajusté el cuerpo sobre el pilar de la entrada. No estaba dispuesta a develar el secreto, debían buscarme más. Sentí que corrían, gritaban, a veces se reía. La tarde se oscureció y yo seguía esperando. Cuando finalmente asomé la cara entre la enredadera, noté que todos ya estaban en sus casas. “Pensamos que te habías ido”, me dijeron al día siguiente. Entonces, ese domingo revelé el secreto, orgullosa de haber resistido hasta el final, y un poco más. Pero resulta que ninguna otra persona entraba en ese mínimo espacio, por eso no se les ocurrió mirar, por eso no pudieron ver. Durante seis días guardé un secreto que a nadie le interesaba saber.






 

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