La presa

Estaba feliz de haber atrapado el paisaje con su ventana. Capturado vivo, el horizonte urbano vibraba ante sus ojos. Amanecía y se desangraba en cada jornada. Y él era el dueño absoluto de esa vista. Amo de un rectángulo desvidriado de madera, en los bordes altos de la ciudad.

Estaba orgulloso del espectáculo que ofrecía su presa. Podía disfrutar la programación a la hora que él lo dispusiera. Era libre de mirar o de cambiar de tarea. La ventana compensaba el resto de la casa, las ausencias del resto de la casa. En el barranco era un rey cazador. Un rey sin agua, sin ladrillos, sin vereda. 

Estaba seguro de lo ventajoso de aquella situación. De haber logrado la mejor transacción para sus ojos. Una abertura elevada por donde husmear la capital sin sentirse herido. Sordo a los sinónimos de extranjero que escupían sobre su cuerpo furtivo. Feliz poseedor de un paisaje propio, artesanal, rico, casero. 

De todo eso él estaba convencido. 

Hasta que un día vino la policía y le explicó que el barranco, la ventana y su visión, ya tenían dueño.



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