tormenta

Primero fue el viento. Dobló los arbustos y las ramas jóvenes de los árboles. Las antenas flacas y los mástiles desnudos. Voló las tapas de algunos tanques de agua hasta dejarlos tatuados en paredes vecinas. 

Después llegaron las nubes. Techaron la ciudad de gris, de negro, de noche prematura y sin estrellas. Pusieron el cielo raso tan cerca que podía tocarse con sólo subir una escalera.

Más tarde las cosas se arremolinaron. Las ráfagas escupieron mesas, sillas, toldos, mascotas, (aquello que acostumbra a dormir afuera). En redondo giraron los autos, los semáforos, las señales de “prohibido estacionar”, “no doblar en U” y “despacio, escuela”. 

Luego el tornado se vistió con casas, edificios, fábricas, hoteles. Desmintiendo, así, la inmovilidad de los inmuebles. Arrastró instituciones centenarias, públicas y privadas. Desatornilló viejos poderes, llevándose sus potestades, sus pasaportes y sus paredes. 

Finalmente llovió. Un agua cansada, fría y tenue. Sobre la tierra vacía, llovió. Sobre la humanidad desnuda. Mojando viejas teorías y recientes saberes. Humedeciendo el evidente final, así como este incierto génesis.






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