Victorina pide deseos
Victorina pide deseos. Todo el tiempo, (todo el tiempo que tiene un fósforo delante, porque está convencida que para pedir hay que soplar). Gasta cajitas y cajotas de fósforos en deseos. Y tiene una capacidad increíble para hallarlas, porque mamá y la abuela siempre las esconden, para evitar sustos y gastos repetidos. Ya le explicaron mil veces que es peligroso, que puede incendiar el mantel, las cortinas o sus rulos revoltosos, pero nada. Victorina pide un deseo cada vez que prende un fósforo.
Pero no pide cualquier cosa, porque querer miles de juguetes, ropa de todos los colores o una casa de diecinueve habitaciones, quiere cualquiera. Victorina sopla y dice que le gustaría un cielo fucsia, o que el camino a la escuela amanezca bañado en caramelo, o que caiga nieve de azúcar, o que el verano sea más largo que su dedo. Sueña con animales blancos, pero pintados de verde, con zapatos que crecen y bailan solos, con ventanas que traen paisajes lejanos o extraterrestres que hacen pijamadas en su casa y hablan hasta por los codos. ¡Hay que gastar una caja extra grande de fósforos!
Un día despertó y vio una oveja en el costado de la cama. Pero una oveja teñida de pasto, con trencitas armadas y largas rastas. Se comía el borde de la frazada, lentamente, masticando mientras hablaba (con la boca llena) de lo mucho que le costó pintar la ruta de caramelo y miel de caña. Victorina se asustó. El enorme bicho parlanchín no le produjo felicidad, sino miedo. Corrió, entonces, a la cocina a buscar un fósforo para pedir que nunca (pero nunca) se cumpla otro de sus deseos.
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