Mesa de luz


Margarita se lleva una mesa de luz marcada. Alzada se la lleva. Ahora es suya, pero antes debió ser de alguien más. Alguien que la dejó parada/tirada en la vereda, junto a cajones sueltos, pedazos de madera, cartones. Le pareció bella. Antigua le pareció. También le pareció que la llamaba. Todo eso dirá, si le preguntan. Porque seguro le van a preguntar por qué llega de la calle con una vieja mesa de luz entre los brazos.
La limpia. Piensa en lijarla. Pintarla, tal vez. Entonces descubre que tiene una aureola en la superficie. Clara, redonda, perfecta. ¿Un vaso? ¿Una taza? ¿La copa que olvidaron los amantes? ¿El agua que permite tragar las últimas pastillas? ¿Leche tibia para descongelar una cama inútilmente doble? ¿El recipiente donde la dentadura duerme? ¿Un café de espera? ¿El tilo de las nueve?
Margarita tiene una mesa de luz sin pareja al borde de la cama. Antigua es, también bella. Por eso no necesitó ser pintada. Tiene una aureola que le cuenta una historia distinta cada noche. Margarita escucha los cuentos de vasos y tazas. Hasta quedarse dormida, escucha. Después, sola, la lámpara se apaga.


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