La visita
El gigante va a visitar a su mamá. Cruza las montañas en siete pasos y llega a una casa chiquita. Porque la mamá del gigante tiene la misma altura que tu mamá o la mía, (hasta un poco menos, te diría). Ella lo espera con diez tortas, veinticuatro docenas de facturas, ocho kilos de bizcochitos y alguna que otra cosita hecha en el último minuto. Después le ofrece un café con leche que prepara en la olla grande donde, cada nueve julio, se cocina un locro para todo el pueblo.
El gigante desayuna y escucha las novedades que su mamá le cuenta. También responde a esas preguntas que hacen las mamás cuando nos ven de vez en cuando: ¿Comés bien? ¿Descansás? ¿Pasás frío? ¿Sos feliz? Luego se van a pasear por ahí, los dos juntos. El gigante pone a su mamá en la mano para que ella pueda ver mejor el pueblo, los árboles del camino, el lago lleno de patos.
A la tarde hacen picnic con frutas recolectadas en la excursión, (y los mil trescientos cuarenta y dos panqueques que preparó la mamá durante la semana). Descansan tirados bajo el sol y hacen angelitos moviendo los brazos y las piernas. Las marcas que deja el gigante sobre el campo se alcanzan a ver desde el espacio, me dijo una vez un astronauta.
Mamá no puede medir la altura de su hijo y hacer una marca en la pared, entonces el gigante se acuesta y ella comprueba su largo. El benjamín de la casa ocupa el terreno que va desde la ruta hasta los pinos que bordean las montañas. “Has crecido un poco”, dice la mamá y sonríe orgullosa.
Cuando el cielo se pone violeta llega la hora de la despedida. Ella le da una frazada que tejió despacio (pero constante) durante el año, él le acomoda la leña que se usará en el invierno. Se tiran besos al aire y acuerdan otra fecha de encuentro. Entonces el gigante vuelve a sus montañas contando siete pasos, con la frazada nueva, el corazón feliz y el estómago repleto.
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