La trenza

Mi mamá tenía una trenza tan larga que le llegaba a la cola. Cada dos días la desarmaba para lavarla y luego la volvía a trenzar. Cuando destejía su pelo salían sonidos de río marrón, y más de una vez vi asomarse un dorado, un surubí, un bagre entre el oleaje del cabello. Desenredaba las madejas y los claveles del aire. Trasladaba nidos hacia otras ramas, para no despertar al benteveo, al biguá, a la calandria. 

Tenía un brillo de arcilla, el que deja el agua cuando viene y se va. A veces sacaba una cana descarada o un hilo de caraguatá. Tejía, entonces, una yisca con reflejos rojos, negros, mate. De vez en cuando agregaba un verde camalotal. De esos que trae la bajante, con tigres que comen curas.

Deshilachaba la noche, estrella a estrella, en la oscuridad de su pelo. Salvando las tres marías, en memoria de quienes llegaron por el puerto. Ya que el cielo nocturno era el único paisaje que los hacía sentir menos extranjeros. El abuelo italiano que ató sábanas para escapar, el español que vendió todo para comprar una tierra que nunca pudo tocar. 

Mi mamá lavaba el cabello con campanadas de Guadalupe, con tranvía y calles escoltadas por zanjas. Lo enjuagaba con llanto de quebracho, rezo de obrero, ojitos de abogado nuevo. 

Finalmente volvía a tejer toda su historia, hebra por hebra, de tres en tres, hasta formar una trenza que le recuerde, cada dos días, la persona que es. 



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