ventana de tiza

 

Mateo usa tizas de colores para dibujar una ventana sobre la pared de su pieza. En ella garabatea una plaza con árboles y juegos. Con hamacas, porque es lo que más le gusta. Con un tobogán enorme y un pasamanos bajito, para que no sea tan difícil. Termina y sale a disfrutar lo dibujado. La sombra fresca de los árboles, la posibilidad de repetir y repetir su paso por los juegos. 

Otro día pinta un mar azul-celeste-blanco. Con espuma suave en la costa y oleaje alto detrás. Con barcos que pasan muy lejos, pegados al cielo sin nubes. Él se mete en la orillita porque mucho no sabe nadar y casi siempre olvida dibujar salvavidas. Se moja hasta la cintura y, de tanto en tanto, hunde la cabeza (como alguna vez le enseñó mamá). También le gusta hacerse milanesa, construir castillos sin balde y abrir canales para que transite el agua salada. Después se sacude la arena y vuelve a entrar a su pieza. 

Los días que está triste marca estrellas en un cielo nocturno. Gasta la tiza blanca inventando constelaciones. Luego las une para formar un sombrero, una mesa, un diamante o un helicóptero dron con ocho motores. 

Las tardes heladas, cuando dibuja envuelto en su frazada, le gusta dar vida a una fogata. Una alta y luminosa, donde sentarse con un palito largo que tenga una salchicha en la punta. La hace girar dos o tres veces cerca de las llamas y se la come (pues él la prefiere casi cruda). Más tarde se queda mirando las chispas, los muchos tonos que puede tener el naranja, la influencia de la brisa en el movimiento del fuego. Cuando siente que ya gastó gran parte de la noche, vuelve a su cama para dormir lo poco que le queda. Se tapa con su frazada aún tibia y unta con olor a humo toda la cama.


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