Conciudadana

Maria se exilió con una hormiga en el bolso de mano. Había estado sentada en el pasto antes de subir a la balsa que la cruzó a Brasil. Apoyó el saco para que no llegara la humedad del piso porque ya tenía demasiada humedad en el alma. Aquel jueves de huída recogió todo a las apuradas y entre ademanes urgidos, secuestró una hormiga. 

Cuarenta y ocho horas después llegó al otro país donde la esperaban. Y en la pieza ajena, de la casa ajena, desarmó sus cosas. Sobre la cama apoyó el saco y la hormiga corrió atontada por el acolchado. Maria cerró su paso con la mano, como una muralla surgiendo acá y allá y de nuevo acá. Estaba pensando, mientras tanto, qué hacer con aquella pequeña conciudadana. ¿Dejarla en una plaza de un país extraño? ¿Y si no entendía el idioma de las hormigas locales? Como le pasó a ella, que sonrió cuando preguntaron su nombre y dijo sí, ante la solicitud de la dirección donde pararía. ¿Podría la hormiga sobrevivir a tantos kilómetros de su hormiguero?

Finalmente le permitió subir a su mano y delicadamente la dejó en una plantera del balcón. Maria lo ignoraba en ese momento, pero pasaría dieciocho años en aquel país ajeno. Yo no sé mucho de zoología, pero es probable que la hormiga no aguantara tanto.



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