El motor



El abuelo guarda un motor en el taller del fondo. Parece que antes tenía un auto alrededor, pero ahora no está. Sólo quedó el motor, como un corazón enorme y enmarañado. 

Él simula que lo enciende y nos cuenta historias de viajes que alguna vez hizo. Como el día que subió una montaña tan alta que las nubes se le metían por la ventana. Y se trajo dos o tres, dormidas, en el asiento de atrás. O la siesta que giró cincuenta y cuatro veces alrededor de un lago hasta marearlo, desatando un remolino de agua nunca visto por los pobladores del lugar. También conoció una ciudad demasiado chiquita, por eso al estacionar el auto en pleno centro, la cola le quedó fuera del área urbana. Y le pusieron una multa que se olvidó de pagar. En otra oportunidad recorrió un desierto interminable guiado por dos camellos, porque el GPS no estaba inventado todavía, dijo. 

Una tarde se fue a pescar al río con su auto y enganchó algo tan grande que lo arrastró al agua. El abuelo explicó que tuvo que sacar unos remos para llegar a la costa. Y cuando por fin arribó a tierra firme, preguntó dónde estaba y le contestaron en otro idioma. 

Pero cierta noche, cuenta, se le acabó el combustible en medio de la ruta. Entonces decidió quedarse a dormir. El techo se estiró buscando altura, los asientos traseros se convirtieron en cama, y los delanteros en comedor. Construyó un baño, después. Agrandó la cocina y terminó la pieza para los chicos. Fue en esa época que hizo la huerta, la cucha para Malevo, el portoncito de la entrada y el taller del fondo. 

Cuando simula que apaga el motor, el abuelo da fin a sus historias y nos manda a tomar la leche (aunque sabe que no nos gusta). Él se queda un rato más, hasta la hora de la cena. A veces me escondo detrás de la puerta para ver qué hace. Sólo busca un trapo y limpia la nada con prolijidad y delicadeza. Una vez alcancé a divisar un auto grande y azul dibujándose debajo de sus manos. Parecía nuevo e impecable, y más brilloso en la parte que el abuelo pulía.


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