Garantía de vista

 Las ventanas no vienen con garantía de vista, y es una pena. No se limitan a dar entrada a la luz, marcan el largo que los ojos tienen para creer en la vida eterna. 


Matías recién llega a la ciudad y ha descubierto que tiene un hueco. Además del hueco en el alma, digo. Un hueco en su habitación. Mira de costado, muy de costado, pegando la nariz sobre el vidrio, para entrever algo de calle, algo de claridad. De cualquier manera todo le suena extraño, desconocido. El vecino de enfrente ha decidido opacar los cristales, por lo que ni vale la pena sonreír. Ve cables, tubos, humedad. Entiende, así, que nadie ve. Que esta ventana no está pensada para mirar.

Siente el cansancio de la mudanza, pero antes de acostarse corre los vidrios y asoma buena parte de su cuerpo. Logra ver el sol. Entonces imagina que lo enlaza y lo arrastra hasta su pieza. ¿Dónde lo pondría? Sobre aquella pared, a los pies de la cama. Con fines de calefacción y para salvar los ojos del alma. Piensa que debería ser fuerte el tirón, no resultará fácil remolcar semejante bola amarilla. Tal vez caiga alguna antena, en el empujón. Tal vez se enganchen un par de calzones casi secos, también algunos pájaros. Un barrilete, por qué no. 

Cuando Matías despierta de la siesta descubre que alguien dibujó los vidrios de su ventana sin salida. Ahora hay un sol amarillo que viene con antenas, calzones, pájaros y un barrilete rojo, verde, violeta. La luz que llega torcida de la calle se cuela de refilón, calcando el dibujo sobre la pared. Matías lo mira desde la cama mientras estira las piernas. Se hace largo para que el sol proyectado caliente sus pies.



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