La tristeza
Armando quiere llorar. Así, de golpe. Le agarraron unas ganas fuertes de llorar con todo el cuerpo y le cuesta disimular. Piensa que es porque olvidó hacer la tarea, pero no puede ser... pues la seño también olvidó pedirla. Quizás es por dolor, pero hace un recorrido rápido que va desde la cabeza a los pies y todo parece estar en orden. A lo mejor la tristeza saltó por la ventana y se le vino encima porque sí, porque es el que está sentado más cerca del patio. No tiene la respuesta, sólo un nudo en el estómago y unas lágrimas que empiezan a asomarse. Por eso espera el recreo y busca un rincón donde nadie lo vea.
Flora sí lo encuentra. Porque lo conoce, lo encuentra. Y enseguida descubre el llanto acumulado y le pregunta las razones. Armando encoge los hombros. Dice que no sabe, y en serio no sabe. “Bueno, llorá”, responde Flora mientras termina de comer una factura. Y las lágrimas brotan en catarata, como si hubieran estado esperando la orden de salida.
“Ahora pensemos qué hacer con ellas”, dice Flora con la boca llena. Armando está demasiado ocupado gimiendo como para contestar, por eso vuelve a encoger los hombros. “No hay que desperdiciar agua”, afirma muy seria. Comenzando, así, un listado de ideas para ocupar “racionalmente” (y usa esa palabra Flora) las lágrimas saladas.
“Podemos armar una laguna. Una de esas que tienen botes con pedales y vendedores de helados en las orillas”. “También un acuario para peces marinos. Con algas, cangrejos y caballitos de mar”. “Hipocampos, se llaman”, aclara Armando mientras se limpia la nariz con la manga del guardapolvo. “Una fuente podría ser”, sigue Flora. “Una fábrica de olas”, dice él. “Una reserva de mar”. “Un reloj de agua (que es como el de arena pero con lágrimas)”.
Antes que toque el timbre, la lista habrá crecido en siete u ocho puntos más. Armando ya no llorará en un rincón del recreo y la tristeza habrá salido a buscar a otro desprevenido para saltarle encima.
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